La semana que viene los barceloneses están llamados a votar. Vale la pena recordar que, una vez más, su voto vale menos que el de quienes viven en el resto de las provincias. Cataluña no tiene ley electoral propia, pese a que el Estatut dice que habría que haberla hecho. Bueno, también lo decía el Estatut anterior, de modo que los partidos llevan más de cuarenta años incumpliendo las leyes que ellos mismo hacen y aprueban.
Todas las leyes electorales suponen un punto de injusticia, pero la catalana es de nota. Lo que hace es dar la mayoría a los territorios donde vive menos gente en detrimento de las zonas industriales más progresistas. Por eso no se hace una ley nueva. De hecho, en estos años sólo ha habido una propuesta seria de modificar el sistema electoral. La hizo Iniciativa cuando la dirigía Joan Saura (Ribó siempre se ha acomodado a las mayorías conservadoras) y respondía a un lema tan sencillo como “un hombre, un voto”, es decir, que toda Cataluña fuera circunscripción única y los escaños se repartieran proporcionalmente en función de los votos de cada partido. Ni siquiera se entró en el debate porque CiU se hallaba muy cómoda con la injusticia. Luego se las dan de demócratas.
Sus sucesores concurren esta vez por separado. El Pdcat por una parte y JxC por otra. Es probable que el Pdcat quede muy mal porque su gran valedor es Artur Mas, un dirigente que hunde todo lo que toca. No por incompetencia, que también, sino porque es gafe. De modo que esta vez probará su propia medicina y es posible que, saque los votos que saque, no sirvan para nada o para muy poco. Ya le ha pasado a otros. En las últimas autonómicas los comunes vieron cómo conseguían ocho diputados en Barcelona, pero los más de 50.000 votos que sacaron en el resto del territorio no les sirvieron de nada. El PP vio también cómo se esfumaban más de 40.000 votos en el conjunto de Tarragona, Lérida y Gerona. Y si a la CUP no le pasó lo mismo fue porque obtuvo buenos resultados en el feudo carlista gerundense, de modo que sólo fueron inútiles los votos que consiguió en Tarragona y Lérida.
JxC, con 78.000 votos, sumó seis diputados en Lérida, a 13.050 papeletas el diputado. Para lograr esa cifra en Barcelona, el PSC y los Comunes necesitaron más de 220.000 votos cada uno, a casi 40.000 sufragios el diputado.
Lo mismo pasa en Gerona. A los carlistas de JxC y la CUP el diputado les sale por 21.000 votos y a ERC por 22.000, en cambio el PSC necesitó 35.000 para conseguir una única acta.
Se mire como se mire, los dados están trucados. El voto tradicionalista y conservador vale mucho más que el voto de los núcleos obreros. Por eso Cataluña no tiene ley electoral; por eso Barcelona y su área metropolitana tienen una representación muy inferior a la que les correspondería por población y, dicho sea de paso, por aportación a las arcas públicas. Digan lo que digan los independentistas, no es el resto de España quien se aprovecha de sus impuestos sino las comarcas de fuera de Barcelona quienes expolian a los barceloneses. Y pueden hacerlo porque están sobrerrepresentadas en el Parlamento catalán. Lo seguirán estando a partir del 15 de febrero.
Frente a esta situación de manifiesta injusticia caben dos posibilidades. Una es el victimismo. El independentismo vive de ello desde hace años. El propio Jordi Pujol se quejaba de que los catalanes pagaban más impuestos que los extremeños, mientras él defraudaba al fisco con el dinero en Andorra. Y es que, como dice en su último libro (Decálogo del buen ciudadano) Victor Lapuente, “la víctima es el héroe de nuestro tiempo”. Tiene derecho a todo. La otra posibilidad es movilizarse y votar castigando a los que castigan a los barceloneses, es decir, votando por las opciones progresistas y urbanas. Es cierto que, en algunos casos, hay que votar con la nariz tapada, pero gobernar siempre ha consistido en elegir el mal menor. Incluso si luego hay que dialogar con el independentismo rural, siempre será mejor hacerlo con más fuerza, es decir, con más votos.