Los ultraortodoxos de Israel no quieren vacunarse y aducen que eso es la libertad. Los fanáticos pro-Trump en Estados Unidos se niegan a utilizar mascarilla porque eso forma parte de su libertad. Los fenómenos de feria que celebraron una fiesta impune en Llinars salieron de la nave gritando “libertad, libertad”. En Asturias, un grupo de listillos se manifiesta contra las medidas de la pandemia, con la comprensión del PP. Díaz Ayuso defiende su libertad y la de sus subordinados a quitar el móvil a los enfermos internados en un hospital, en nombre de su propia libertad. Los carlistas de JxCat han enguarrado media Barcelona con carteles (después de haberla llenado de pintura amarilla) y cuando el consistorio ha limpiado el mobiliario urbano ha salido Carles Puigdemont diciendo que es un ataque a la libertad. Está visto que la última moda entre los liberticidas es decir que actúan en nombre de la libertad. Una perversión más del lenguaje, un intento más de apropiarse del significado de las palabras. Porque hay usos dignos de “libertad” y otros indignos. Los arriba citados sólo muestran su propia indignidad.
Lo cierto es que Barcelona está hecha una pena. Los bancos y las papeleras, las aceras y los pasos de peatones, los vagones del metro y los autobuses, los paseos y las avenidas, los paneles informativos y las paradas del transporte público han sido enguarrados con pintura amarilla primero, y en algunos casos rematados con otra roja en una lucha titánica por ver quién es más cochino. Y, dicho sea de paso, el consistorio, sea porque limpiarlo es caro o porque comulga con una parte del mensaje, ha hecho poco por corregirlo. Hasta los árboles han sido rodeados de plástico amarillo como expresión, dicen, de un clamor de libertad de quienes llevan en las solapas una mancha amarilla cuyo objetivo no es defender nada, sino acusar a los que no la llevan, dividir la sociedad catalana. No es un símbolo de paz sino de conflicto y discordia, situaciones en las que se encuentran muy a gusto.
Puigdemont, que no pisa Barcelona desde que huyó tras decir que no lo haría, publicó un tweet acusando a Colau de tener la ciudad hecha una porquería. Eso es verdad. En parte por culpa de las pinturas de los carlistas. Añadió que funcionarios municipales quitaban los carteles de la campaña de JxCat sin precisar que sólo los quitaban de los lugares donde no podían estar, es decir, de zonas invadidas por un independentismo que se cree que el mundo es suyo y sólo suyo porque a todo tienen derecho. Los demás, a callar. Esta vez, cosa rara, Colau no se calló y criticó que el ex presidente huido difundiera teorías conspirativas. Como si eso fuera una novedad.
Es lo mismo que hace Pere Aragonés, en funciones de jefe de negociado, que va diciendo que todo está controlado pero que no puede garantizar que las elecciones se celebren con normalidad. Tras tragarse la chapuza del decreto de suspensión electoral, JxCat y ERC se han pasado los días intentando deslegitimar la convocatoria y hablando de unas elecciones sin garantías, impuestas por los jueces de Salvador Illa. Puras mentiras para tapar su incompetencia. También la CUP se ha apuntado a deslegitimar, pero eso apenas tiene importancia. Ya se sabe que es una formación que puede decir una cosa y la contraria casi al mismo tiempo y que, al final, hará lo que le pidan sus papás, los del 3%. Menos Dolors Sabater, que no es de la CUP y que puede presumir de haber conseguido que García Albiol sea alcalde de Badalona. Una mujer con el corazón partido: nunca sabe hacia qué totalitarismo inclinarse. Eso sí, en nombre de la libertad y de la lucha contra el fascismo que debe de conocer en directo en su casa a las horas de comer.
Puede parecer una exageración mezclar trumpistas e independentistas, pero ahí están Puigdemont y Toni Comín: no quisieron votar en el Parlamento europeo la condena a la invasión del Congreso de Estados Unidos. Y lo decidieron sin ayuda de nadie. Se lo pedía el cuerpo. Saben que en sus aspiraciones ilegales sólo pueden contar con el apoyo de Trump (si un día vuelve) y de Putin (que no piensa irse nunca). ¡Grandes liberales y demócratas! Están en la misma línea: la defensa de la libertad propia, a costa de liquidar las libertades ajenas. Y cuidado con criticarles porque hasta ahí no llega la libertad de expresión, que debe negarse a los fascistas, que son, ya se sabe, todos los demás. Ahora, hasta Colau.