De vez en cuando, una muchachada airada y cargada de gasolina y disolvente llega a Barcelona desde las comarcas para imponer su voluntad de fuego. El otro día, un grupito de personas, entre las que figuraba una tal Elisenda Paluzie, se fue a Martorell para decir que no les gustaba el Rey ni la Seat. Y eso ocurre cuando rige el confinamiento comarcal. Se podría pensar que infringían las disposiciones sanitarias, pero no. Si se lee atentamente la normativa del Procicat, se comprueba que se puede viajar a donde a uno le salga de las narices si el motivo es manifestarse. Entre las excepciones previstas está la de ejercer “el derecho de manifestación y participación política”. Cualquiera que quiera irse con amigos a la Cerdanya o la Costa Brava lo tiene fácil: que convoque una manifestación. De hecho y visto lo visto, ni siquiera hay que convocarlas. Se hacen y basta. Si es para quemar algo, el Ejecutivo catalán lo apoya, aunque de momento no subvencione las cerillas.
Es de suponer que las votaciones para decidir el presidente de una entidad privada como el Barça se contemplan como “participación política”, porque para eso había dos candidatos que representaban a JxC, sector asilvestrado (Víctor Font) y ERC, sector de los vivales (Joan Laporta). Si alguien quiere más detalles de cómo se maneja el club puede acudir al primer volumen de las memorias de Sandro Rosell, donde éste, sin pudor alguno, explica los tejemanejes de las familias convergentes para decidir a quién se colocaba al frente de la entidad.
Con esta normativa del Procicat, el Ejecutivo que preside, o mediopreside, Pere Aragonés busca proteger el derecho de las escuadras independentistas a moverse por donde quieran. Es evidente que la ley y no sólo en el caso de la Casa Real, no es igual para todos. Al fin y al cabo los jóvenes embozados y afines a la CUP y a Waterloo son criaturas inocentes y libres de pecado que, por lo tanto, pueden arrojar a los Mossos la primera piedra. Y luego, la segunda y la tercera y así hasta que se cansen. Al menos ésa es la interpretación bíblica del derecho a la pedrada que hacen los monjes de Montserrat.
Al mismo tiempo, el Ejecutivo respondía negativamente a la petición del Ayuntamiento de Barcelona de reconvertir el confinamiento comarcal en metropolitano. Colau y Collboni habían razonado que el Barcelonés es la zona de Cataluña con mayor densidad de población, aparte de estar claramente interconectada en sus servicios. Ni por esas. ¿Argumentos? No hacen falta. Es evidente para cualquiera que a los residentes en Barcelona y su área metropolitana se les castiga por no ser carlistas, por molestarse cuando arden los contendores o se destrozan los cristales de los locales. Los intelectuales de la antorcha y la pedrada no sólo embisten contra los escaparates del paseo de Gràcia, también han apedreado el Palau de la Música, como es sabido, y se han llevado por delante las cristaleras de la casa de los paraguas, situada en la Rambla Barcelonesa. Eso sí, con una sonrisa. Incluso con una carcajada, si hace falta, porque todo esto es una comedia. Infame y mal interpretada, pero comedia al fin y al cabo. Hasta que ocurra una tragedia. Tiempo al tiempo.
Ya lo ha dicho Jordi Cuixart, habrá que hacer sacrificios, aunque de momento que los hagan los otros. Por eso no se le pide a los antiguos convergentes que devuelvan el 3% ni a los Pujol que abonen sus impuestos. De hecho, siendo como son los independentistas primos hermanos del PP (nacionalistas y de derechas) le han mostrado el camino. Cuando Pablo Casado propuso vender su sede madrileña seguro que tuvo muy en cuenta que eso es lo que había hecho Artur Mas con la sede barcelonesa de CDC. Quizás Paluzie dejaría de oponerse a la monarquía si el Rey y su familia anunciaran que abandonan la Zarzuela para quedar así libres de cualquier lastre del pasado. Así podrán seguir diciendo que, sin mirar atrás para no convertirse en estatuas de sal, caminan hacia el futuro. Siempre que no sean barceloneses. En ese caso no pueden andar hacia ninguna parte porque de inmediato se salen de la comarca, división territorial de un pasado opresor y sin sentido. Por eso se mantiene.