Resulta que tengo un gestor de cuentas y no lo sabía. Un gestor de cuentas… Hasta parece que soy un tipo importante.
Me llamó con semana y media de antelación para concertar una cita en las oficinas de mi banco, que no nombraré aquí. No me dijo por qué quería verme y yo, la verdad, lo único que quería era actualizar mi libreta. Me presenté en la cita a su hora. Un lugar desangelado, decorado con el estilo impersonal de una cadena hotelera, con mesitas, butacas, anuncios de teléfonos móviles, televisiones emitiendo docudramas sobre fondos de inversión, una máquina de café de capsulitas, media docena de personas tan despistadas como yo y un par de empleados de banca con la «tablet» bajo el brazo, cuyo principal trabajo consiste en afirmar que eso, da igual lo que sea, tiene que hacerlo usted en el cajero automático.
Mi gestor de cuentas me llevó a un cubículo y me tuvo ahí encerrado cincuenta y cinco minutos, que los conté. En todo este tiempo, insistió muchísimo, con encomiable tenacidad, en la necesidad que yo tenía de pedir no una, sino dos tarjetas de crédito, una app para mi teléfono móvil, una alarma antirrobo, una póliza de seguros, el renting de un automóvil, una cuenta especial para autónomos, un teléfono y qué sé yo. Salí de ahí, ya les digo, sin poder actualizar mi libreta, pero con una nueva cita, en una semana, para poderla actualizar. «Es que ahora no nos va el programa». Vale.
Quise ingresar unas monedas en mi cuenta corriente. Ah, no. Tenía que pedir cita para que me entregaran una bolsa, llevármela a casa, llenarla con las monedas en cuestión y acudir con ella en la mano de nuevo a las oficinas, esta vez sin cita previa, menos mal. Pero (ojo) no podía acudir cualquier día, no, sino únicamente tal día de la semana de tal hora a tal hora, y no añadían a la pata coja y con un dedo en la nariz no sé por qué. Un lío.
De verdad… Seré que me hago mayor, pero me lo complican todo. Actúan como si el cliente fuera un estorbo y eso lo harán, supongo, para seguir poniendo de patitas en la calle a docenas de miles de empleados. Cien mil despidos llevamos en la banca los últimos diez años en España, y con la más reciente fusión ya hablan de no sé cuántos miles más. Sé que la banca no está en su mejor momento, etcétera, pero todo esto me parece un escándalo.
Si esto pasa con los bancos, no vean la que nos espera con el tranvía. Quede constancia en estas líneas que soy partidario del tranvía por la Diagonal. Me gusta el tilín, tilín, de su campanilla, qué quieren que les diga. Reconozco, claro que sí, que la inversión inicial en tiempo y dinero será de órdago, pero creo que, a largo plazo, una o varias líneas de tranvía que puedan unir municipios de aquí y de allá del área metropolitana atravesando Barcelona de cabo a rabo es una magnífica idea. Es mi opinión y, si no les gusta, tengo otras.
Me cuentan que una alternativa al tranvía serían los autobuses eléctricos y presto atención, por ver qué me cuentan. A poco que me comentan el asunto de los puntos de recarga de las baterías y los tiempos de espera y qué se yo, se torna todo demasiado complicado. «Alto ahí», les digo, y pregunto por qué se complican tanto la vida si existen los trolebuses. Se ponen unas catenarias y listos. Ni puntos de recarga ni esperas ni tonterías. Todas las rutas de autobuses cubiertas de catenarias y trolebuses sería un futuro digno de estudio, les digo. De verdad que entonces me miran con cara de espanto; unos, porque no saben qué es un trolebús; otros, porque saben lo que es. Pero es que me gusta discutir.
Tuve un profesor que me explicó que la vida es ya bastante compleja como para querer complicarla toda. Eso vale tanto para un problema de matemáticas como para una novela. Desde luego, vale para la gestión de una ciudad como Barcelona. La cuestión del tráfico rodado es extremadamente compleja, bien lo sabemos todos, pero fíjense cómo la complican entre todos. Llenar la ciudad de cachivaches, cojines (perdón) berlineses, barreras de cemento, postes y más postes, esquinas en ángulo recto y litros y litros de pintura de colorines no resuelve nada y lo complica todo cuando no existe un plan maestro metropolitano y acordado por todos detrás. Pregúntense qué pasaría con toda esa «decoración» si cambiase el gobierno municipal. Si la respuesta es que la retirarían deprisa y corriendo, es que algo estamos haciendo mal.