En Barcelona te puedes ciscar gráficamente en el rey emérito, pero no en la señora alcaldesa. El pasado sábado, tras una de esas manifestaciones anti Colau que empiezan a proliferar en la ciudad (me pregunto por qué, con lo bien que lo hace todo y el empeño que pone en salvarnos de nosotros mismos), se produjeron unas pintadas críticas en el parapeto contra el que se estampó en diciembre un motorista que no sobrevivió al impacto (las protestas sobre ese aspecto del urbanismo táctico han sido abundantes, pero da la impresión de que al equipo municipal le han entrado por una oreja y le han salido por la otra). A los pocos días, esas pintadas que no denotaban una admiración especial por nuestra alcaldesa han desaparecido, convenientemente borradas por la brigadilla de limpieza de turno. En una ciudad en la que las pintadas se eternizan, sorprende un tanto la premura a la hora de eliminar las desfavorables a Ada Colau. O no. La verdad es que no sorprende nada. La libertad de expresión tiene, al parecer, sus límites, y se ajusta a la ley del embudo. Si usted quiere que su pintada perdure en el tiempo, no me sea facha y tómela con quien quiera, menos con Ada y sus secuaces. Y no se queje, que tiene donde elegir: entre la monarquía y los políticos (mientras no sean de los comunes), no le va a faltar gente a la que poner verde. Eso sí, a Ada ni tocarla.
Todos recordamos el cirio que se armó no hace mucho con un mural en el que el rey emérito era puesto a caldo por un grafitero audaz y que fue eliminado ipso facto sin que nadie se responsabilizara de semejante ataque a la libertad de expresión. Ada dijo que de ella no había partido la orden de borrar aquella obra maestra del arte comprometido. Los comunes intentaron cargarle el muerto a Albert Batlle -que ya se sabe que es muy de orden y muy de misa-, pero éste también dijo que eso no era cosa suya. Ante la imposibilidad de depurar responsabilidades -hasta parecía que el mural se había borrado solo-, Ada se disculpó con el (digamos) artista, al que se ofreció un muro nuevo para que volviera a plasmar en él su magna obra. En el caso que nos ocupa, no me consta que a los manifestantes anti Colau del sábado pasado se les haya pedido disculpas o se les haya ofrecido un emplazamiento alternativo para escribir sus observaciones sobre la alcaldesa.
Aunque personalmente soy partidario de borrar cualquier guarrada de las paredes de mi ciudad -en el apartado “guarradas” lo incluyo todo, desde las frases ofensivas a todos los grafitis, menos los de TVBoy-, me temo que se está produciendo un agravio comparativo con los ciudadanos que no comulgan con la manera de hacer de los comunes. Si a unos les damos un muro para que se cisquen en el emérito, ¿no deberíamos hacer lo propio con los que se desahogan por escrito con la alcaldesa de Barcelona? Yo creo que con un muro anti Colau todos saldríamos ganando: los que la detestan -tengo la impresión de que cada día son más; de momento, ya anuncian una nueva manifestación en la plaza de Sant Jaume para el día 20- podrían ejercer su derecho a la libertad de expresión, y Ada, además de quedar como una gran demócrata abierta a las críticas, siempre podría situar ese muro en el rincón más apartado del barrio menos transitado de la ciudad. Lo que no puede ser es que haya bula para insultar al emérito y que la más nimia pintada anti alcaldesa sea borrada ipso facto. Venga, pues, ese muro, aunque solo sea por una cuestión estética. Como en esos chistes de Forges en los que se cobra al quejoso por manifestar públicamente su disgusto ante lo que sea, el Ayuntamiento podría sacarse unos euros a costa de los anti colauistas gráficos, a los que imagino dispuestos a abonar una pequeña cantidad a cambio del desahogo. Al del mural del emérito, por el contrario, no me lo imagino rascándose el bolsillo a cambio de que le dejen ensuciar las paredes.