Antonio Catalán es uno de los empresarios hoteleros más importantes de España. Creó NH Hoteles, una cadena de éxito que vendió a sus socios italianos, y posteriormente AC, otro holding potentísimo que, un año antes de la pandemia, colocó al gigante Marriott's, con el que mantiene un acuerdo de colaboración.
Además, conoce el negocio como pocos. Probablemente sin pretenderlo, el otro día facilitó dos datos tremendos sobre esta industria tan importante para nuestra economía. Los hoteles españoles no pueden sobrevivir con una apertura del 40%, como prevé el Gobierno para los próximos meses; no son rentables si no están al completo, según dijo el empresario navarro. Preguntado sobre la competencia de la oferta de Grecia, que en breve estará a pleno rendimiento, manifestó que no es preocupante porque la península helénica entera apenas equivale al parque hotelero de Palma.
O sea, que pocos años después de la recesión de 2008 y cuando estamos a punto de doblar la esquina del covid, en el momento en que todo el mundo hace esfuerzos por una economía sostenible que contribuya a frenar el cambio climático, resulta que España sigue con unos hoteles tan ineficientes que solo ganan dinero cuando están full y con un parque elefantiásico que obliga necesariamente a poner precios baratísimos, lo que explica a su vez que no puedan cubrir costes si no están llenos hasta la bandera: el pez que se muerde la cola.
Este es el marco general en el que Barcelona y sus 440 hoteles se enfrentan a un nuevo verano. Turisme Barcelona ha viajado a Moscú para incentivar el turismo ruso, con un gasto por persona superior a la media en un 30%. Es posible que sea una iniciativa acertada, pero la ciudad quizá debería haber aprovechado este año sabático para establecer una política propia, no necesariamente turismofóbica, sino, al contrario, de adaptación del tirón de Cataluña y de Barcelona para beneficiar al resto de la economía de la actividad turística y reducir el impacto de la masificación.
Antes de promocionar Barcelona como lugar para el teletrabajo internacional, los responsables de la política turística de la ciudad deberían haberse entendido con el sector privado para generar una oferta que no contribuya a la gentrificación de los barrios de siempre, como ya ha hecho el turismo masivo, sino para abrir la puerta a otros distritos. Se llama empatía ciudadana.
Los organizadores más despiertos del turismo de cruceros en Barcelona están dándole vueltas a la posibilidad de recuperar el negocio estableciendo condiciones –aforo, distancias– frente al covid, pero con el objetivo de volver a donde estábamos. Nada de preservar los recursos naturales o proteger las condiciones de vida de los barceloneses; ni siquiera tener en cuenta las directrices medioambientales de la Unión Europea.
Este país, esta región y esta ciudad parecen haber perdido otra oportunidad para ordenar un sector económico que ya no es que sea estratégico, sino que amenaza con el monocultivo. El turismo supone el 12% del PIB español, la misma proporción que en la economía catalana y la barcelonesa. En Italia, la quinta potencia mundial en recepción de visitantes, representa el 6%, la mitad. En Grecia supera el 25%, y así les ha ido.