Dicen los (supuestos) expertos que tardaremos cosa de 15 días en atisbar las consecuencias del desmadre juvenil barcelonés de la noche en que terminó el estado de alarma. No sé si creérmelo, ya que tales expertos no me han dado muchos motivos para confiar en su criterio a lo largo de la pandemia, y prefiero tomarme la toma de las calles de hace unas noches como una versión corregida y aumentada del concierto de Love of Lesbian de unas semanas atrás. ¿Sabremos en 15 días si los contagios se han recrudecido o si no ha pasado nada de particular? Misterio. A Meritxell Budó, portavoz del gobiernillo, no le preguntemos nada, pues no suele saber gran cosa de lo que se le pregunta y la más sencilla cuestión es acogida por su parte con una sonrisita lela y una expresión de profundo estupor.
La reacción popular ante la avalancha de jóvenes dados al botellón, el magreo sin mascarilla y las ganas de jijí, jajá se ha dividido, prácticamente, en dos grandes opciones: por un lado, los que acusan a los chavalotes barceloneses de insensatez manifiesta y egoísmo sin tasa; por otro, los que llevan meses sin entender nada de las instrucciones de las autoridades y consideran el jolgorio juvenil de hace unas noches como propio de la edad. Yo estoy, como de costumbre, con un pie en cada modelo de respuesta al sindiós del final del estado de alarma. Entiendo que quien se debate entre la vida y la muerte en un hospital de la ciudad se cisque en los inconscientes que no le dejan dormir con sus berridos y su alegría desatada, pero también comprendo a esos miles de jóvenes a los que hemos tenido encerrados en casa más de un año -a menudo, en la agradable compañía de sus progenitores- viendo el Sálvame Deluxe, escuchando las sandeces de Belén Esteban, tratando de dilucidar si Rociítio es o no es una buena madre o de si lleva razón DJ Kiko cuando la emprende con la Pantoja. Si a mí me llega a pillar la pandemia a los 20 años, cuando me pasaba las noches en los bares, estaría de un humor de perros y puede que también me hubiese echado a la calle a medianoche, como mis equivalentes actuales (aunque, puestos a romper una lanza por mi generación, creo que hubiéramos solucionado la situación con una red clandestina de tugurios abiertos a todas horas a los que no les habría faltado clientela).
Los mayores suelen olvidar que la juventud aporta cierta sensación de inmortalidad. A ningún chico (o chica, o chique) de 20 años se le ocurre pensar que el exceso de juerga, alcohol y drogas pueda tener consecuencias funestas para su organismo. La sensación de mortalidad se adquiere con los años, salvo que seas Keith Richards o la reina de Inglaterra. Por eso creo que los que se echaron a la calle la noche del fin del estado de alarma no se pararon a pensar si se contagiarían o contagiarían a alguien: porque a esa edad nadie piensa que está en peligro de nada. Las muestras de sensatez (o, mejor dicho, los temores) llegan con la edad más o menos provecta, y suelen deberse a la experiencia, a las situaciones desagradables experimentadas cuando habías dejado de ser inmortal, pero aún te resistías a creerlo.
¿Qué íbamos a hacer con todos esos chavales que ocuparon Gracia o El Born? ¿Devolverlos a sus casas a porrazos? ¿Multarlos? Yo diría que se hizo lo que se pudo sin llegar a las manos. Y muchos de ellos, en cuanto atisbaban a un guardia, salían pitando, aunque solo fuese para trasladarse a otro sitio en el que seguir con su desahogo. Los mayores tampoco les hemos dado muy buen ejemplo. Sobre todo, los adultos integrados en la autoridad (supuestamente) competente, que un día decían una cosa y al siguiente otra y así sucesivamente. En un mundo ideal, todos esos chavales no se habrían lanzado a las calles como si no hubiera un mañana, pero no vivimos en un mundo ideal. Y en Cataluña, donde no hay manera ni de formar un gobierno autonómico, aún menos. Emprenderla con nuestros jóvenes borrachuzos convierte a los adultos sensatos en carcamales intolerantes. Y en envidiosos de la inmortalidad ajena, que ya no es más que un recuerdo, en el mejor de los casos.