El origen de las grandes fortunas suele contener elementos turbios o, directamente, delictivos. La de Antonio López y López de Lamadrid (Comillas, 1817 – Barcelona, 1883) no es una excepción. Yo creo que solo los artistas, los músicos de rock y unos pocos escritores y cineastas se escapan hoy día a esa maldición. El resto de ricachones de nuestras sociedades suelen esconder uno o varios cadáveres en el armario. El del marqués de Comillas (título que le fue concedido al señor López por el rey Alfonso XII en 1878) fue la esclavitud, lucrativa actividad a la que se dedicó durante un tiempo cuando ya había puesto en marcha otros negocios con singular eficacia. Para ser un tipo cuyo padre murió estrangulado y que se tuvo que buscar la vida en Cuba porque en España lo tenía todo muy crudo, hay que reconocer que don Antonio se reveló como todo un self made man. También es verdad que eligió una esposa con posibles que lo ayudó a instalarse en Barcelona a ejercer de señorón y hasta fundar un banco. Evidentemente, traficar con seres humanos para lucrarse es un baldón considerable para cualquier master of the universe, que diría Tom Wolfe, pero, ¿justifica dicha actividad que te retiren la estatua que te habían dedicado en la ciudad donde te instalaste para medrar y en la que te convertiste en uno de los personajes fundamentales de esa entelequia que atiende por sociedad civil? En mi modesta opinión, no. Sobre todo, porque dudo mucho que el marqués de Comillas sea nuestro único prócer que se hizo rico de manera discutible y, si nos ponemos a revisar el callejero, no habrá suficientes emigrantes puteados (como el pobre Idrissa Diallo, guineano fallecido en el CIE de nuestra querida ciudad, cuyo nombre sustituirá al del señor marqués en la placita que hasta ahora tenía dedicada) para rebautizar las calles de Barcelona.

Lo de la plaza y la estatua de Antonio López es colauismo en estado puro, pues constituye una mezcla casi perfecta de oportunismo, demagogia y buen rollo que no lleva a ninguna parte. Por no hablar de la actual manía de juzgar los hechos del pasado con la perspectiva del presente: el señor López no fue el único negrero que ha dado nuestra querida ciudad y puede que tampoco sea el peor; en su época, el tráfico de esclavos, lamentablemente, se consideraba un negocio un poco chungo, pero no la salvajada que, justamente, se nos antoja en el tiempo presente. No digo que fuese un negocio respetable, pero sí que estaba bastante extendido entre la generación de nuestros tatarabuelos para quien se había propuesto medrar y salir de pobre y vivir bien. En el caso del marqués de Comillas, creo que no estará de más recordar que su estirpe produjo dos grandes editores ya difuntos a los que tuve el placer de conocer, Toni López de Lamadrid, factótum de Tusquets durante un montón de años, y Claudio López, mandamás de Mondadori y Random House hasta su fallecimiento repentino hace unos pocos años. Nos guste o no, la familia del negrero está profundamente imbricada en la sociedad barcelonesa, algo que no puede decirse del desdichado Idrissa Diallo, que vino a Barcelona a morirse y del que, con perdón, ya nadie se acuerda.

Que conste que el gesto municipal lo entiendo. Sustituir a un negrero por un negro que buscaba en Europa una vida mejor resulta conceptualmente impecable. Pero me molesta el tono demagógico de la medida, esa jugada de cara a la galería que no va a conseguir que se cierre el CIE de Barcelona (me temo que es necesario, mal que les pese a los comunes y demás almas bellas) ni que los parias de la tierra africana dejen de ahogarse en el Mediterráneo porque sus lamentables gobernantes no les dejan otra opción. Una ciudad se hace con todo tipo de gente. Hasta Jack el Destripador contribuyó a crear una determinada imagen del Londres victoriano. Antonio López, que se sepa, no mató a nadie, pero traficó con seres humanos durante una época, al igual que muchos de sus coetáneos, lo cual es claramente reprobable. Pero también fue un personaje singular de la ciudad en una determinada época y, en mi opinión, a las ciudades hay que aceptarlas en pleno, con sus luces y sus sombras, sus poetas y sus negreros. Con sus luces y sus sombras, el señor marqués fue alguien en esta ciudad y no dejará de serlo porque le quitemos la estatua y la placita. Nada que ver con las estatuas de Franco, que casi las fabricaba él mismo y ya debió prever que, en cuanto la diñara, se las soplarían. Al señor López, Barcelona le erigió voluntariamente una estatua en reconocimiento a su contribución al progreso de la ciudad, aunque ese progreso se basara, entre otras cosas, en la esclavitud ajena. Lleva muerto tantos años que tanto le dará, ciertamente. Y a mí mismo, en el fondo, tanto me da que conserve su placita como que no. Lo que me revienta es esa actitud bonista consistente en creer que el pasado y la historia se pueden alterar quitando estatuas y cambiando nombres de calles. Mal que nos pese a todos, Barcelona fue lo que fue en una determinada época gracias a personajes como el negrero López.