El Tribunal Supremo debe estar cansado de que le obliguen a perder el tiempo, aunque también es verdad que se toma el suyo para acabar imponiendo obviedades. Por ejemplo, que la efigie del Rey debe figurar en todos los ayuntamientos españoles, incluido el de Barcelona, que no está exento de tal obligación, aunque su principal representante tenga la molesta costumbre de hacerse la sueca en cuestiones que cree que afectan a su imagen de alcaldesa progresista, republicana y ni separatista ni constitucionalista, sino todo lo contrario. Seis años ha tardado el Tribunal Supremo en ordenarle a Ada Colau que vuelva a colgar el retrato (o el busto o la fotografía o lo que sea) del Rey en el Salón de Plenos, de donde lo retiró en su momento el inefable Gerardo Pisarello escudándose en que había abdicado y el hombre ya no pintaba nada allí (como sostiene mi amigo Ignacio Vidal-Folch, España es el estado más tonto del mundo, pues trata con deferencia y hasta ayuda a prosperar a quienes aspiran a destruirlo: el hombre de Tucumán lleva años en Madrid haciendo como que asalta los cielos desde el Congreso de los Diputados). Como dice el refrán, a Rey muerto, Rey puesto. Así que lo que tocaba era cambiar a Juan Carlos I por su hijo y santas pascuas. En vez de eso, Ada optó por hacerse la sueca republicana i qui dia passa, any empeny. Seguramente, considera un gran paso en favor de la inminente república haber mantenido el Salón de Plenos carente de efigie real durante la friolera de seis años. Maniobra que va en la misma línea de esas performances ridículas que monta cada vez que Felipe VI visita Barcelona, cuando se apunta a los papeos, pero no a los besamanos y se pasa por el arco de triunfo las más elementales leyes de la hospitalidad institucional. Que hagan eso los de la Chene entra en su peculiar lógica, pero lo de la señora Colau es, además de grotesco, improcedente.

Supongo que ahora se tirará unos cuantos meses haciendo como que no encuentra un retrato del Rey lo suficientemente favorecedor, o algo parecido, pero al final, a regañadientes, acabará colgando el cuadro del monarca y pasando página de su última chiquillada republicana. De otros asuntos no podrá salirse tan de rositas. El Tribunal de Cuentas se ha interesado por su peculiar reparto de subvenciones a dedo (el nepotismo siempre se ha dado en política, lamentablemente, pero los comunes lo han perfeccionado desde una perspectiva supuestamente progresista que no incluye dar explicaciones: de la misma manera que la indocumentada de Janet Sanz le dice a Acebillo que pertenece, urbanísticamente hablando, al mundo viejuno y se queda tan ancha, Ada lleva años untando a organizaciones amigas (el lobby de Caspe, 43, sin ir más lejos) y enviando amablemente al carajo a todo aquel que se atreve a preguntarle por el criterio que sigue para repartir alegremente dinero público).

Para contribuir a su desgracia (y, sobre todo, a la nuestra), Joan Subirats, una de las pocas personas que sabe algo y entiende de algo en el mundo de los comunes y corrientes, dice que se jubila del Ayuntamiento (y de la universidad, pues le han caído los setenta). Su sustituto es uno de esos políticos eternos, que siempre han estado ahí y habrá que sacarlos de la política con grúa, Jordi Martí, exsocialista que no concibe la vida desde algún sitio que no sea un despacho oficial en su querida ciudad y que nunca se ha distinguido por la brillantez de sus ideas (malas lenguas hablan de problemas entre Subirats y Colau, y hasta hay quien sostiene que el hombre aspira a un ministerio: Wait and see, que dicen los anglos).

Mientras tanto, la chica de las hipotecas da la impresión de aspirar a presentarse de nuevo a las elecciones. Parece que le ha cogido gusto al cargo y que no ve muchas posibilidades de medrar en España. De momento, que vaya colgando la efigie de su majestad y que se prepare para las molestas preguntitas del Tribunal de Cuentas, única institución que se ha percatado públicamente de que el nepotismo de los comunes podría tener consecuencias penales.