Carmen Laforet nació el 6 de septiembre de 1921 en Barcelona. En 1943, presentó en el último momento el manuscrito de una novela inédita al Premio Nadal… y lo ganó. El 6 de enero de 1944 le dieron el premio. Tenía 23 años y toda una vida por delante. Cuatro años más tarde, esa obra obtuvo el Premio Fastenrath de la Real Academia Española, que no se obtiene fácil ni así como así. Esa novela, titulada «Nada», revolucionó la literatura española de su tiempo y ha tenido una gran influencia en generaciones de escritores. En suma, «Nada» es una de las mejores obras literarias en español del siglo XX.
Sobre Carmen Laforet y «Nada» se ha escrito mucho. No voy a reproducir aquí ni los debates ni los estudios sobre la vida y obra de la escritora, sus circunstancias personales, la crisis existencial que vino con el éxito o cosas parecidas. Otros lo han hecho y lo harán mejor que yo y a ellos tendrán que prestar oído, si así lo desean. Es otro el asunto que me trae hoy aquí.
Dejando a un lado algunas actividades de las bibliotecas públicas, que celebran sistemáticamente los aniversarios o efemérides de obras o autores, el centenario del nacimiento de Carmen Laforet no ha merecido la atención de las autoridades municipales, provinciales, autonómicas o estatales, que no han hecho nada para celebrarlo, nada de nada. El gran público ni se ha enterado y el público literario esperaba algo, cualquier cosa, en vez de tanto silencio.
Resulta lamentable en el caso del Ayuntamiento de Barcelona, porque Carmen Laforet nació aquí, en Barcelona y «Nada» es una de esas obras con Barcelona como escenario que permiten presumir de una «ciudad literaria». No me vale como excusa una limitación presupuestaria, porque no ha sido una cuestión de dinero, sino de voluntad, de simple voluntad de hacer algo.
En cambio, la voluntad de no hacer nada de la Generalitat de Catalunya era lamentablemente previsible. El Ayuntamiento no se habrá movido por pereza, estulticia, despiste, simple desinterés por las cosas de la cultura o qué sé yo, pero quienes viven en, con y de la Generalitat suman a todo ello un público desprecio por los librepensadores que no son de su cuerda o por los escritores catalanes que tienen el capricho de escribir en castellano. Sostienen que no existe ni ha existido una alta cultura catalana en castellano.
En 1968, en casa del señor Millet, se reunieron varias personalidades del catalanismo tardofranquista. Ni uno era pobre o sindicalista, también les digo. Entre los presentes, Carulla, Cendrós y un banquero, un tal Jordi Pujol, que llevaba la voz cantante y advertía de los peligros que amenazaban a Cataluña cuando, muerto el Caudillo, su cultura cayese bajo (cito) «el peligro de la influencia socialista». Ese peligro estaba encarnado por el ambiente abierto, progresista y cosmopolita que se respiraba entonces en Barcelona, formado por personajes de la talla de Carme Balcells, Gabriel García Márquez, Vargas Llosa, Juan Benet, Marsé, Gil de Biedma, Colita, Terenci Moix, Bohigas, Gabriel Ferrater… Cabían en ese contubernio tanto autores en catalán como en castellano o bilingües, arquitectos, pintores, actores, cineastas… Mala gente, que no prestaban atención a las sardanas de los Coros y Danzas y preferían a los Beatles. Se acordó, en aquella reunión que digo, promocionar una visión «nacional» de la cultura, que contaría con el apoyo de la banca del señor Pujol, primero, y todo el peso de la Generalitat después.
Llevamos cuarenta años prácticamente ininterrumpidos en los que el Govern combate con todas las armas a su alcance la riqueza basada en la apertura, el intercambio y la convivencia de lenguas y culturas. A cambio ofrece un comedero de mediocridades y folclore de barretina. Fruto de esta política son elementos como el señor Torra o la señora Borrás, que han llegado a los más altos cargos institucionales magnificando la carcundia y mostrando la bicha de la intolerancia. Y así nos va y así nos irá.
¿Queda alguna esperanza? El presupuesto de cultura del Ayuntamiento de Barcelona pronto superará el presupuesto de cultura de la Generalitat de Catalunya. Bien. Podría ser un contrapoder necesario, un revulsivo, que a falta de pan, buenas son tortas. Pero, visto el percal… En fin, ustedes mismos.