No se os puede dejar solos. Me largo una semana de Barcelona, para regalarme con unas vacaciones, y la habéis liado con los botellones. No es que se junten miles de personas en un lugar en concreto para darle al bebercio, es que a poco tardar la lían parda saqueando el comercio. Lo primero es, hasta que no se rasca la superficie, incomprensible o inaudito; lo segundo es inadmisible. Inadmisible desde muchos puntos de vista: el vandalismo lo es, pero la falta de previsión o la mala actuación de las autoridades, también. Que a estas alturas de la película anden echándose las culpas los unos a los otros, el Ayuntamiento a la conselleria de Interior y la conselleria de Interior al Ayuntamiento, no es de recibo. El asunto se ha convertido en un elemento de propaganda política que, como todo últimamente, tiende a lo rastrero, a las medias verdades y al populismo más soez.
Estuve en Madrid, visitando museos, charlando con grandes amigos y paseando por la Feria del Libro, donde firmé algunos ejemplares y donde me regalaron un libro de Daniel Okrent, El último trago. La verdadera historia de la Ley Seca, que publica Ático de los Libros. Es una lectura muy interesante y me ha dado mucho en qué pensar estos días de polémicas botelloneras, y verán por qué.
La Ley Seca tuvo causas y consecuencias más complejas y menos evidentes de lo que parece a simple vista. Los millones de inmigrantes que llegaban a los Estados Unidos e intentaban ganar un futuro para ellos mismos y para sus hijos vivían hacinados en viviendas miserables, esclavizados en fábricas inmisericordes y condenados a una vida triste. El salón les ofrecía, además de cerveza, comida caliente y muchas veces gratuita, un refugio de la intemperie y una vía de escape de tantas miserias. La campaña contra los salones y el alcohol provenía de los estadounidenses blancos, de clase media, protestantes de viejo cuño, y más pronto que tarde la promoción de la Ley Seca demostró tener un fuerte transfondo xenófobo y clasista.
Lo digo porque, ya de vuelta, uno ve cosas y oye cosas que le recuerdan a ese puritanismo bajo el cual se amagaba el supremacismo, la xenofobia, el clasismo y el populismo de esa época. Cuando los noticiarios del NO-DO… perdón, de TV3, hablan de los botellones, quienes aparecen con una cerveza de más da la casualidad que sólo hablan en castellano. En las redes sociales, los independentistas más exaltados señalan que los botelloneros y los vándalos que aprovechan la ocasión son todos "ñordos" y hablan la lengua del "Estado opresor", mire usted. En pocas fiestas mayores de pueblo han estado, o en pocos fiestorros de universidades privadas. En iguales términos, pero no tan explícitos, hablan algunos comentaristas que pasan por serios, y es preocupante, en general, la falta de rigor y seriedad de quienes analizan la cuestión.
También es muy curioso que los mismos que animaban a los cafres que participaron en los disturbios y destrozos en otoño de 2019 se rasguen ahora las vestiduras. "Apreteu! Apreteu!", ¿recuerdan? Lo de destrozar la ciudad y provocar el caos está bien si lo haces bajo cierta bandera, pero mal si no, vienen a decir, lo que es manifiestamente estúpido e hipócrita. Si en vez de indepes en la Meridiana hubieran sido, no sé, sindicalistas en las entradas de los túneles de Vallvidrera, ¿cuánto tiempo habrían durado? Del primer día no hubieran pasado, me juego lo que quieran. No le faltaba razón al señor Batlle cuando recordaba esto mismo, cuando se preguntaba qué puede esperarse cuando las máximas figuras institucionales del país animan a participar en los actos violentos. Le faltará razón en otras cosas y lo habrá hecho mal, si quieren, ahí no me meto, pero esta observación es acertadísima.
No defiendo ni justifico el gamberrismo o la falta de civismo de la que es clara muestra el paisaje después de un botellón, pero es preciso fijarnos en algunos detalles ambientales. El salario medio de ahora mismo es inferior (repito, inferior) al que se cobraba cuando cambiamos la peseta por el euro, corregida la inflación. Ese mismo salario medio es inferior al coste medio de un alquiler, en Barcelona, pero no sólo en Barcelona. Uno de cada seis trabajadores asalariados es técnicamente pobre y más de una cuarta parte de la población está en riesgo de exclusión por pobreza en nuestra ciudad.
Menos mal que nuestra clase política, consciente de tantos y tan graves problemas, ha resuelto pasar a la acción. Con particular esfuerzo, se ha dedicado a pintar las calles de colorines o distribuir copas menstruales en las escuelas, actuaciones que, como todo el mundo sabe, van a resolverlo todo.