Ardía Roma y Nerón tocaba la lira. Arde Barcelona y Ada Colau, desquiciada por los pitos que le dedican, no toca la flauta ni por casualidad. Adicta al vicio de mentir, sus ojos delatan a la antisistema, okupa, anarca y fan de la Semana Trágica cada vez que ve cómo el caos arrasa la ciudad, ahuyenta inversiones y negocios, empobrece la calidad de vida, lidera el ranking de delincuencia de España y regala titulares e imágenes de barahúnda e inseguridad a la prensa internacional. Como impostora de ideas izquierdistas, feministas y progresistas, fue y es una revolucionaria de las que no se atreven a saquear solas y necesitan manadas que son refugio de cobardes, navajeros y violadores de distinto origen y pelaje. Subproducto caducada de ideologías que pudieron ser dignas sin violencia, hace pagar a la sociedad su rencor por el maltrato intelectual que le propinó la naturaleza.
Se veía su catadura de actriz letal con pocas luces disfrazada de carmelita bien calzada que prometía imposibles a sabiendas. Pero por azares de la vida y la política, se le dio la ocasión de ser vil y la aprovecha, como hacen las/os viles que devastan la ciudad aprovechando que ella ha derribado la Guardia Urbana. Como comunera y libertaria simulada, lo único que ha cambiado es su actual vida de burguesa con chófer, guardaespaldas y escuadrones de aspirantes a bandoleros, maleantes y perdonavidas. Antisistema de las que llaman ideales e idealistas actos que castiga todo código penal democrático, amenazó: “desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas”. Y cuando casi todo está perdido, sigue sin atribuir su fracaso a sus errores de visionaria y los achaca a que la realidad y los hechos son perversos. Así, culpa a los adversarios de sus propias transgresiones y fechorías.
Algo de razón tiene. Porque cuando miraba al palacio de enfrente veía al forajido de Waterloo. Su sucesor cortaba autopistas e incitaba a sus vándalos de los CDR y malhechores de cuello blanco con aquel histórico rebuzno: “apretad, apretad”, y aún chulea con más revueltas que podrían derramar sangre. El nuevo vecino cobija en su partido a veteranos vencidos de Terra Lliure y liderzuelos nada fiables. También contempla a la segunda autoridad de Cataluña que muge: “no considero violencia quemar un contenedor” y pasa revista a la patrulla de ancianos que cortan la Meridiana cuidados por los urbanos. Mientras el No-Do 3 insulta y ridiculiza a la policía autonómica, los heroicos marranos de las cupijas ensayan junto al lumpen cómo será su tierra batasuna.
Estas peligrosas mezcolanzas reafirman el adagio que sentencia que para ser de derechas hay que ser cínico y para ser revolucionario hay que ser tonto. Cuando todo se les va de las manos, se verifica que la falsa izquierda estúpida y la falsa derecha boba no condenan la violencia hasta que llama a su puerta. Mientras llevan Barcelona y Cataluña al desastre, queda exigir que no insulten a la gente de paz apelando a la duda de Goethe a la hora de elegir entre la injusticia y el desorden. Porque han logrado que en Barcelona sean sinónimos. Entre pitos y flautas, Colau destruye con sus pijos y sus perro-flautas la Ciutat Morta de aquel repugnante documental. Y sin música de Wagner que, al menos, aportaría cierta grandeza a la hecatombe.