Una vez más, la Generalitat ha conseguido desviar la atención del problema central del transporte en Cataluña para enfocarla en Madrid, en el Estado que nos maltrata, que incluso nos roba. En esta ocasión, a propósito de la actitud de los maquinistas de Renfe de Rodalies durante la huelga preventiva convocada en los servicios de cercanías de Barcelona y de las principales ciudades de España.
El origen de la protesta es más gremial que laboral y tiene que ver, entre otras cosas, con la oscura resistencia de los conductores de convoyes a la renovación de la plantilla. Unos servicios mínimos nada menos que del 85% --¿por qué habrá decretado la Generalitat esa proporción si en las del metro fija el 40% en hora punta y el 20% en el resto del día?-- y la desobediencia de los trabajadores han dimensionado el paro muy por encima de lo que sería normal.
El lunes pasado, la lluvia puso patas arriba la red de carreteras catalanas con enormes colas que acumularon 120 kilómetros. Las autopistas se colapsaron de una forma hasta ahora desconocida y muy peligrosa, invadidas por camiones procedentes de Polonia, Rumanía, Chequia, Bulgaria o Portugal que circulan por estas vías rápidas ya libres de pago. Mientras la señalización de la AP-7 informaba de los tapones antes de la llegada a la bifurcación de la B-30, los trailers mantenían la velocidad y adelantaban invadiendo los carriles de la izquierda de manera que forzaban a los automovilistas a participar en una absurda y arriesgadísima carrera para llegar antes al atasco.
La desaparición de los peajes ha incrementado la circulación hasta en un 60% en algunos tramos de la AP-7. Un tráfico que en parte se desvía hacía destinos del sur por la circunvalación del área metropolitana, pero cuyo grueso se incrusta en Barcelona, donde el ayuntamiento dificulta la entrada de los vehículos.
Las fuerzas políticas que gobiernan la Generalitat hicieron bandera victimista de los peajes, pero ahora no saben gestionar su desaparición. Incluso ya han dejado de debatir qué hacer para que el tráfico internacional contribuya al mantenimiento de la red ni cómo establecer un sistema de pago justo y al que no se le pueda llamar peaje, por supuesto.
El sistema de comunicaciones en Cataluña es tan radial como el de Madrid, pese a lo que diga la propaganda política; como lo es la red de abastecimiento de agua o la de distribución eléctrica. El régimen autonómico –la Generalitat-- ha funcionado 40 años sin hacer nada para descentralizar la vida y la actividad del país. Si lo hubiera hecho, Cataluña quizá tendría ahora la oportunidad de apoyarse en una organización territorial más equilibrada y sostenible. La diferencia entre Barcelona (3,6 millones de habitantes en su conurbación), Girona (100.000), Lleida (138.000) y Tarragona (132.000) es demencial y de gestión imposible.
Pero no. Aquí sigue mandando la política de siempre: eludir las responsabilidades y echar la culpa al sospechoso habitual. Lo más grande es que mucha gente lo compra y entra al trapo: pese a sus deficiencias, Renfe no es el gran problema de la movilidad de este país. El Govern ha gastado recursos en catalanizar la cartelería de Rodalies, pero al parecer no le han alcanzado para mejorar su funcionamiento. Porque lo primero es lo primero.
Se acerca un puente; las autopistas y las entradas a Barcelona volverán a generar atascos tremendos. En Palau ya debe haber alguien pensando en cómo quitarse las pulgas de encima, no en cómo solucionar el problema. Puede que sea el mismo que puso los servicios mínimos en Rodalies.