El historiador Martín Rodrigo se dispone a contribuir con un nuevo e importante grano de arena a que Barcelona, y Cataluña, abandonen el viejo vicio del negacionismo de su propia historia, un defecto que no pocos aprovechan para reescribirla y construir así un relato que sirva a sus intereses, como es el caso de los nacionalistas.
El Born alberga desde hoy hasta el viernes unas prometedoras jornadas que bajo el título El esclavismo en Barcelona. Una historia silenciada quieren explicar el papel de los empresarios y los políticos catalanes en el comercio y empleo de los esclavos a lo largo de los siglos. Martín Rodrigo, que actúa de comisario del evento, tiene ahora la oportunidad de recordar en una plataforma institucional no académica una crónica sistemáticamente escondida.
Cuando el Ayuntamiento de Barcelona promocionó en 2018 el derribo de la estatua de Antonio López, marqués de Comillas, se sumaba a esa corriente que trata de borrar lo imborrable. Porque no tiene sentido eliminar un pasado que el mismo patrimonio arquitectónico de la ciudad se empeña en reivindicar día a día a través de decenas de edificios levantados por comerciantes enriquecidos con la trata de esclavos. ¿Para qué eliminar unos nombres del nomenclátor si se mantienen otros, como es el de Víctor Balaguer, que da nombre a una plaza situada a 500 metros de la que tenía dedicada el esclavista repudiado por los comunes.
Balaguer, ministro de Ultramar en tres periodos distintos, fue un político decisivo en la segunda mitad del siglo XIX, fiel representante de unas instituciones catalanas opuestas al abolicionismo que representaba el liberalismo británico, al que acusaban de esconder intereses imperialistas en Cuba. Sin el esclavismo es imposible entender el desarrollo de la Gran Antilla, y sin su prosperidad tampoco se puede comprender la historia reciente de Cataluña.
Gwénaëlle Colez ha estudiado a fondo la figura de Balaguer, uno de los personajes que hicieron posible la construcción de la identidad nacional española gracias a un curioso y muy interesante patriotismo doble, español por catalán. Eran escritores, periodistas, políticos, militares –como el general Prim-- y empresarios a los que tocó vivir una época en la que la trata era legal pero, que cuando se prohibió, comprobaron que su mundo se sustentaba en un sistema de producción que no podría sobrevivir sin una fuerza de trabajo casi gratuita.
Cuando la Generalitat pidió perdón en junio de 2019 a los pueblos de Latinoamérica que habían sido sometidos por España trataba de subirse al carro de la demagogia, como un año antes había hecho el consistorio de Barcelona. Es verdad que hubo catalanes en la llamada conquista iberoamericana, y que se trató, sobre todo, de un negocio de Castilla. Pero no es menos verdad que en el negocio de los esclavos Cataluña y Barcelona tuvieron un protagonismo principal y reaccionario, al menos vistos desde el siglo XXI. En el tráfico y en su explotación. La capital catalana, sus empresarios en realidad, fue la responsable directa de que Cuba fuera la última colonia europea donde se practicó la esclavitud y de que España se convirtiera en el país que más retrasó la ilegalización de aquel sistema.
Todo ello protagonizado por personalidades poliédricas, contradictorias en algunas ocasiones, progresistas a la vez que monárquicos, más europeístas que sus oponentes. Forman parte de nuestra historia y no pueden ni deben desaparecer del escenario ciudadano al arbitrio del concejal o de la moda de turno.