Las ciudades gobiernan el mundo. Es una realidad, aunque todavía sigamos en el marco que han dibujado durante siglos los estados-nación. Son los alcaldes los que deciden políticas que afectan directamente a los ciudadanos. Y son políticos que luchan por el poder, en ocasiones para llegar a ser candidatos de otras esferas de poder que se consideran más importantes. Para tener eso presente basta con alzar la mirada y ver algunos rostros que causan sonrojo por su descaro, por su clara apetencia por ser el centro del universo.
El politólogo Benjamin Barber lo ha identificado con enorme clarividencia. Su aseveración es rotunda: “Cuando hablo de los alcaldes que gobiernan al mundo, cuando al principio se me ocurrió esa frase, me di cuenta de que, en realidad, ya lo hacen. Ya hay ejemplos de instituciones internacionales, interurbanas, instituciones transfronterizas, redes de ciudades en las que las ciudades ya están, silenciosamente, trabajando juntas más allá del horizonte, para hacer frente al cambio climático, a la seguridad, la inmigración, para tratar todos esos problemas, arduos e independientes, a los que nos enfrentamos”.
En España lo vemos cada día, con la influencia de dos ciudades como Madrid y Barcelona. La primera, capital del Estado, concentra mucho poder y un cuerpo de funcionarios enorme, que aporta riqueza al territorio. La ciudad se confunde con la Comunidad de Madrid, y, al final, resulta un todo homogéneo, que ha sabido atraer capital y talento y producir riqueza. Madrid, que se inventó una bandera y un himno para ser comunidad autónoma, ha sabido aprovechar todas las ventajas del sistema y ha aplicado, sin titubeos, todo lo que le permite la propia legislación autonómica.
Se puede criticar a Madrid y hay razones para hacerlo. Pero no tanto por esa legislación propia, como por una idea que podría demostrar un cierto complejo de inferioridad. Resulta que a la menor oportunidad que se presenta, sus dirigentes políticos claman para que inversiones, talento, empresas o ciudadanos asqueados de cómo se gestionan los asuntos públicos en otras comunidades viajen a la capital. Sea el Mobile World Congress, los grandes eventos musicales como el Primavera Sound, proyectos museísticos como el Hermitage o niños y niñas que quieran “aprender el castellano”. Todo vale para demostrar que Madrid está ahí y que es un ejemplo de ‘lo mejor’ que puede dar el sistema y lo ‘malos’ que son el resto.
Y aquí surge Barcelona. Es bueno que exista la autocrítica, que se busquen modelos que demuestren que se puede gestionar mejor. Pero no resulta aceptable que se rían las gracias de forma constante de todos los responsables políticos que piden a gritos que todo se desplace a Madrid. Es bueno en todas las sociedades –y eso no se puede ver como un rasgo nacionalista negativo–, que prevalezca una cierta autoestima.
Viene a cuento todo esto a partir de las peticiones de los organizadores del Primavera Sound, que, de golpe, piden dos fines de semana en lugar del habitual fin de semana, a los responsables municipales. Y, en caso contrario, ya advierten que organizarán el evento en… Madrid. ¿Cómo? ¿Funciona Madrid como el gran agujero negro que se queda con todo, a la mínima que exista una objeción por parte de otros gestores que tienen en cuenta otros intereses –el de los vecinos, por ejemplo– o el del resto de festivales musicales que podrían pedir lo mismo?
Todo el mundo tiene la libertad y el derecho para defender sus intereses de la mejor manera que considere. Pero ni desde Madrid ni desde Barcelona se debería pensar que todo lo que sucede en la capital catalana es un desastre. Entre otras cosas, porque el Primavera Sound surgió gracias a la iniciativa público-privada, auspiciada por el Ayuntamiento. Si es criticable la posición de Díaz Ayuso o de Martínez Almeida, en Madrid, aplaudiendo todo lo que se vaya a la capital obviando todas las externalidades negativas de los distintos eventos, también lo es la actitud de algunos prohombres de Barcelona, que, a la menor oportunidad, aplauden lo indecible cada gesto o cada palabra de esos líderes políticos de Madrid.
Las ciudades gobiernan el mundo, dice Barber, y la competencia entre ellas es enorme, pero debería haber algo de decencia y de honestidad en el caso de España, un país que goza de dos grandes centros urbanos –entre otros de tamaño medio– y que deberían colaborar y desterrar el chantaje.
¡Ojo, me voy a Madrid! Pues que cada uno actúe como considere. Pero Barcelona también existe, y hay que resolver los problemas que necesariamente surgen cuando hay intereses legítimos contrapuestos con diálogo y con mano izquierda. Sin necesidad de viajar a ninguna parte.