Es muy conocida la cita de George Orwell en su «Homenaje a Cataluña» en la que menciona la Sagrada Familia. Habla de la «catedral» porque confunde una cosa con la otra. Descubrí la cita hace muy poco y no puedo dejar de reírme cada vez que la leo, porque Orwell apenas vio de la misa la mitad, ahora que hablamos de iglesias, y porque creo que tuvo un arranque de honestidad que se agradece.

Ese pequeño fragmento de su obra al que me refiero dice así: «Por primera vez desde que llegué a Barcelona, fui a echar un vistazo a la catedral, un templo moderno y uno de los edificios más espantosos del mundo. Tenía cuatro torres almenadas con forma de botella de vino. A diferencia de la mayoría de las iglesias de Barcelona, no había sufrido daños durante la revolución: la gente decía que la habían conservado por «su valor artístico». En mi opinión los anarquistas demostraron tener muy mal gusto al no volarla por los aires cuando tuvieron la ocasión, aunque colgaron una bandera negra y roja entre sus torres».

¡Ay, si la llega a ver como está ahora…!

Luego, mucho tiempo después, vino el gran Bohigas, contempló el desaguisado y exclamó que eso era una gran mona de pascua. Desde entonces y con todas las letras, un servidor se refiere a la basílica como la Gran Mona de Pascua, aunque podría referirme a ella como a Disneyland Barcelona, porque es más hortera que el castillo de la Cenicienta, o Las Vegas Barcelona, por ese letrero con estrellita luminosa que dice «Welcome to fabolous Las Vegas, Nevada», y no erraríamos el camino.

Tengo y mantengo una relación de amor y odio con la Gran Mona de Pascua. Forma parte del paisaje de mi barrio desde que era un bebé. Recuerdo la primera vez que fui a visitarla. Era todavía un niño y subir por aquella vieja y vertiginosa escalera de caracol de una de las viejas torres «de Gaudí», las de la fachada del Nacimiento, las de verdad, fue toda una aventura. Había algún turista, pero también algún barcelonés despistado. No era entonces, ni mucho menos, lo de ahora, que es un sindiós. Cuando regresé a verla, hace poco, sufrí una grandísima decepción. Ante mí se abrió un edificio desalmado; es decir, sin alma, todo artificio. No sé qué diría Gaudí de tanta iluminación artificial, de los cerramientos de aluminio comercial o de un conjunto que ha perdido el espíritu religioso y artesanal de su origen para convertirse en modelo industrial de la industria del ocio y el turismo de masas. Porque eso, ahora, de templo expiatorio sólo conserva el nombre. Es un parque de atracciones con luces de colorines.

El precio de una entrada para visitar la Gran Mona de Pascua no baja de 26 euros, tanto como el precio más caro de la Torre Eiffel, en ascensor hasta arriba del todo, o como dos entradas para la Galleria degli Uffizi o el Museo del Prado, más o menos. El negocio mueve millones de euros al año y está previsto ampliar el parque de atracciones cortando la calle Mallorca y echando a tres mil personas de sus casas. Bueno, está previsto y no lo está, porque el Ayuntamiento de Barcelona no dice ni blanco ni negro y se deja querer. No sé si saben que Gaudí, a posta, diseñó su megalomaníaca iglesia saltándose a la torera el Plan Cerdá, porque en aquella época era muy propio decir que ese urbanismo era una burrada. A ver qué se resuelve hacer ahora. A ver.

Mientras tanto, la mercería, el colmado, la tienda de bolsos y maletas o esa tienda de menaje se han convertido en tiendas de «souvenirs» y las bailarinas flamencas de «trencadís» conviven con los ciclistas esclavizados que llevan el «fast-food» a los perezosos que no quieren ni cocinar ni salir de casa. ¡Ay, cómo cambia todo! Será que me hago viejo.