La Fundación Vila Casas tiene abierta estos días una exposición antológica sobre la obra del pintor Luis Claramunt Palou (Barcelona, 1951–Zarautz, 2000), un artista que vivió entre el malditismo y la plenitud creativa, entre el barroquismo atormentado de la juventud y la sencillez casi relajada de un final anticipado.

Las 180 obras que componen la muestra trazan un recorrido inicial que parte del mar y la navegación, para terminar 360 grados y 30 años después en los mismos escenarios. Entre tanto, viajes a Marruecos, donde reproduce el desierto y sus colores; visitas a Mallorca para quedarse con la catedral y la vida marina; el espectáculo taurino y el flamenco, derivadas de su amor por el mundo gitano. Y algunos temas permanentes en sus 30 años de creación, como el difícil paso de la juventud a la madurez.

La trayectoria de Claramunt es muy paralela a la de Miquel Barceló, con quien coincidió y trabó amistad a principios de los 70 en Barcelona. En los Espais Volart se exponen seis retratos del pintor mallorquín firmados por Claramunt. Durante años, estuvieron pintándose el uno al otro. La galerista Juana de Aizpuru le apoyó en su proyección internacional, una meta que, a diferencia de su amigo, no pudo alcanzar.

Antes de ser conocido por su obra, Claramunt se hizo famoso en los círculos progres y creativos de Barcelona por el personaje que había creado. Con apenas 18 años decidió sumergirse en una nueva personalidad que exteriorizaba con su forma de vestir y peinarse, parecida a la de un Tío gitano, y con su acento: abandonó el catalán materno para adoptar un castellano con cerrado acento andaluz. Aunque no lo conoció personalmente, Juan Marsé se inspiró en él para escribir El amante bilingüe.

Entre 1985 y 1990, Claramunt vivió en Sevilla y Madrid, además de sus incursiones a Marraquech. A esa época pertenecen algunos óleos taurinos de La Maestranza. En uno de ellos, Entrando a matar (1988), el pintor escribe –con letras mayúsculas, igual que su firma-- expresiones como “PARA ER ALBERO”, “RONANDO SEPEDA” y “CARNE A LA BRAZA”. O sea, en Andalucía y sin necesidad aparente de alejarse del mundo burgués, estable y benestant de su familia y de la sociedad barcelonesa, mantiene su adhesión a una lengua, a un mundo mal visto y despreciado por esa clase social a la que él perteneció. La misma denuncia que recoge Marsé en su novela y que tan bien describe y ridiculiza Vicente Aranda cuando la lleva al cine.

Contemplar esos cuadros sevillanos en estos momentos mueve a una reflexión pesimista porque en Cataluña, 50 años después, viven los mismos prejuicios, la misma xenofobia que él rechazó. Lo vemos en los programas de TV3 que se mofan del acento andaluz, incluso del castellano; un idioma de delincuentes, bromean. Y lo oímos en las emisoras de radio de más difusión del país, donde para ciscarse en la vuelta de selección a Cataluña descalifican a un antiguo presidente de la Federación Española de Fútbol, Ángel María Villar, porque dice fúrboh --como diría el pintor desclasado-- en lugar de fútbol.

Estamos donde estábamos, compadre, pero peor; porque antes todo eso se decía en privado, en familia o entre amigos, y ahora se hace en todo tipo de foros, ante las cámaras y los micrófonos.