«Banco» es una palabra polisémica. Están los bancos de peces, los bancos de trabajo, las partes inferiores de un retablo, los bajos fondos en los que puede atascarse un navío, un estrato geológico de gran espesor… y, naturalmente, los bancos en los que nos sentamos y aquello otros que nos roban… digo, que nos guardan el dinero.

Estos últimos, que llamamos entidades financieras cuando nos ponemos cursis, están en el centro de mira de algunas noticias económicas. En grandes letras, los beneficios de los mayores bancos españoles: se miden y anuncian en miles de millones de euros, que causan pasmo, tanto millón arriba y abajo. En letra más pequeñita y en página aparte, no vaya a verse mucho, se informa sobre los trabajadores que han sido echados a la calle por estos mismos bancos el año pasado, que no han sido pocos, sino miles. A ojo, por cada millón de euros de beneficio en 2021, cada uno de nuestros grandes bancos ha echado a la calle a uno de sus trabajadores. Es una correlación casi exacta, pero ya saben ustedes que una correlación no es suficiente como para establecer una relación causa-efecto. Pero esta coincidencia es muy bestia y nos ofrece mucho material para la reflexión.

Quizá sus mayores recuerden un animal mitológico llamado cuenta a plazo fijo. Ingresabas unos dineros en esa cuenta y el banco te ofrecía un tanto por ciento anual, asegurado. Ahora, cualquier ahorro que se precie tiene que pasar por un fondo de inversión, donde los riesgos y las comisiones van a cargo del cliente, no del banco. Riesgos aparte, los ahorros que uno guarda en el banco pierden valor cada año que pasa, entre comisiones altas y un tipo de interés bajo o nulo.

Ya que nos ponemos, el banco cobra comisiones por todo y no nos es posible prescindir de los bancos. Por ejemplo, el otro día quisieron cobrarme cinco euros de comisión por sacar dinero en ventanilla. «Si no quiere pagar la comisión, tiene el cajero», me respondieron. «Es que el cajero no funciona». Qué mala suerte, ¿no?

De un tiempo a esta parte, tratar con un banco se ha convertido en un negocio desagradable. La soberbia de los bancos es insoportable, porque parece diseñada para humillar al cliente. Oh, sí, ahora nos venden oficinas chachis, con sillas y mesitas que parecen de un café, al que no te invitan, y grandes pantallas de televisión que pasan anuncios todo el rato. No nos engañan. Nos atenderá un vendedor de mantas y estaremos a merced de su capricho, sin asidero ni ayuda.

Antes, cualquier gestión la solucionaba en ventanilla, en diez minutos tirando largo. Ahora tengo que tratar con mi «gestor de cuentas», que no gestiona nada, y para tratar con él debo pedirle una cita, quedar días después y aguantar tres cuartos de hora de cháchara en la que querrán venderme un seguro a todo riesgo y una alarma para el hogar, un abono para el festival de Perelada, una tarjeta de crédito que no necesito, un «renting» de un automóvil que no cabe en mi plaza de aparcamiento y qué sé yo, con el único resultado práctico de haber actualizado mi libreta. Para todo lo demás, se establecen horarios draconianos: sólo los días impares con luna de cuarto creciente, de las 09:25 h a las 10:05 h, podrá realizarse un pago o un ingreso por ventanilla, donde haya una. Para todo lo demás, ahí tienes internet y allá te apañes. El trabajo lo harás tú y te cobraremos una estupenda comisión por ello.

No es extraño que comiencen a alzarse voces por el maltrato evidente que reciben los ancianos en los bancos, porque no tienen acceso fácil a su mundo digital ni acceso a ventanilla, están a merced de los elementos. Pero el maltrato lo padecemos todos los clientes y es una vergüenza.

Un maltrato digital y personal del que, por cierto, podríamos hablar largo y tendido señalando a las administraciones públicas. Sitios web que colapsan, que no se entienden, mal diseñados, con frecuencia en un solo idioma, dignos de figurar en alguno de los círculos del infierno de Dante. Algunos trámites se han convertido en una pesadilla, y supongo que ustedes mismos podrían citar algunos ejemplos.

Suerte que nos quedan los bancos de sentarse… Porque todavía quedan, ¿no?