No sé muy bien por qué, pero siempre recuerdo a José Martí Gómez (Morella, 1937--Barcelona, 2022) envuelto en una gabardina y fumando en pipa. Creo que solo lo vi una vez de esa guisa, pero la imagen se me quedó grabada para los restos. Tal vez porque constituía un buen retrato de lo que fue la prensa durante muchos años, un colectivo de personajes divertidos y algo atrabiliarios que habían elegido ese oficio porque era una variante mínimamente lucrativa de la vida bohemia. Para mí, Martí Gómez era un recuerdo viviente de las redacciones de antaño, en las que se bebía, se fumaba y (a veces) se gritaba. O sea, nada que ver con los sanos, saludables y (aparentemente) aburridos entornos laborales que son en la actualidad o que creo que son, pues lo cierto es que no piso una desde hace décadas. También tengo la impresión de que ha descendido el número de excéntricos en las filas del periodismo y que los jóvenes se muestran excesivamente sensatos, pero puede que se trate solo de eso, una impresión, o de que las cosas se han puesto tan crudas para el futuro de la prensa (sobre todo, la de papel) que más vale tomárselas en serio y abstenerse de hacer el ganso como se solía en mis tiempos y, sobre todo, en los de Martí Gómez. Un hacer el ganso, eso sí, que no estaba reñido con el trabajo serio y la profesionalidad, como demuestra la larga trayectoria periodística del difunto.

José Martí Gómez destacó en los aspectos más humanos de la información, por eso brilló en el tratamiento de los sucesos. Como nunca fue un perdonavidas ni un sobrado, trataba a los pipiolos como si fueran seres humanos, actitud de la que me beneficié cuando me ofreció una página semanal a finales de los años 70 en el relanzamiento de la mítica revista Por Favor, reciclada en un ameno remedo de la norteamericana Rolling Stone que no fue entendido por el público y se vio obligado a chapar al cabo de un par de meses. Por aquellos tiempos, el gran Martí Gómez formaba pareja artística con Josep Ramoneda, pero sus caminos acabaron separándose: Ramoneda quería prosperar en la vida y tratarse con gente importante, mientras que su socio prefería seguir viviendo en su particular y entretenido inframundo, donde era famoso por cultivar la amistad de polis y delincuentes por igual, como si hubiese llegado a la conclusión de que tampoco eran tan diferentes. La ambición y el medro nunca fueron lo suyo. Cuando veía a un colega que le daba mala espina, solía pronunciar una frase letal que tuve la dicha de escuchar en cierta ocasión: “Cuidado con ése, Ramón, que es de los que llegan a director”.

No estoy seguro de que el periodismo sea el mejor oficio del mundo, como sostenía el difunto en sus memorias, pero hubo una época en la que era una opción interesante (como las escuelas de arte para los pioneros del rock británico) para todos aquellos que tal vez no sabían muy bien a donde iban, pero si tenían claro a donde no querían ir. A Martí Gómez le gustaba explicar historias y encontró en la prensa el vehículo ideal para contarlas. Y si lo recuerdo con la pipa y la gabardina es porque es así como interpretaba a la perfección un personaje hoy anacrónico: el reportero a lo Tintin (con vicios de adulto) o a lo Tribulete (en versión más o menos seria) que curraba como un esclavo, pero siempre le quedaba tiempo para fumar, beber, gritar y hacer el gamberro.

Martí Gómez hasta tuvo tiempo para dedicárselo al club de fútbol de sus amores, el Español (sostenía que después de la catástrofe dominical en el campo que fuera, sabía que ya no podía pasarle nada peor a lo largo de la siguiente semana) y para convertirse en un icono del periodismo barcelonés. Sí, era de Castellón por nacimiento, pero barcelonés por decisión, algo que a mí se me antoja mucho más meritorio que lo logrado por los que ya nacimos aquí.