El otro día me asomé al puerto de Barcelona. Hacía un día espléndido, azul y luminoso, aunque fresquito, de los que a mí me gustan. Las golondrinas ofrecían una singladura turística y las gaviotas chillaban allá en lo alto. A lo lejos, la sirena de algún mercante y delante de mis narices, un superyate. Había leído que es propiedad de un traficante de armas ruso, o algo parecido. Tienen que verlo, es enorme. Qué obscenidad. Había más yates rusos, igualmente obscenos, que se han hecho a la mar en busca de un puerto que los quiera después de la invasión de Ucrania, huyendo de la requisa. Si fuera por mí, los echaba a todos a pique en alta mar, con sátrapa dentro, pero eso sería saltarse un montón de leyes y convenios internacionales. Una cosa es lo que te pide el cuerpo y otra, lo que debe hacerse bien.
Mientras esto ocurre en Barcelona y en el mundo, buscamos problemas donde no solía haberlos, porque es una de nuestras aficiones. Problemas idiotas, además. Ahora el personal se excita mucho con la censura de nuestro pasado colonial, olvidándose de otros pasados, porque es muy bonito decir esto sí y esto no, fijar la atención en una cosa y apartar la vista de la otra.
Cuidado con la historia. Es la que es, qué le vamos a hacer. La burguesía de Barcelona se enriqueció gracias al contrabando de licor y el tráfico de esclavos, con los que financió los vapores de la industria téxtil y sobornó a los gobiernos de turno para establecer un férreo proteccionismo. La burguesía se hizo de oro y durante la Gran Guerra, más, vendiendo a tirios y troyanos, mientras sus pistoleros se encargaban de los sindicatos. El Modernismo es hijo de estos padres. Sin dinero sucio no hay Pedrera ni parque Güell que valga.
El glorioso pasado medieval de los catalanes también tiene tela. Es un pasado lleno de conquistas a sangre y fuego, matanzas y pogromos, guerras civiles y gentes con las que uno no iría ni a la esquina, pero que hoy adornan el nomenclátor de las calles de nuestra ciudad sin que a nadie parezca importarle lo más mínimo. Es que la historia es así aquí y en todas partes.
Todo esto me ha venido a la cabeza porque leí que unas asociaciones de vecinos, impulsadas por un sentimiento muy guay del Paraguay, han propuesto eliminar el nombre de la plaza Tetuán, aunque no han propuesto un nombre de recambio. Al parecer, no están de acuerdo con que la plaza Tetuán celebre la victoria de Tetuán en la guerra hispano-marroquí de 1859. Eso, dicen, recuerda nuestro pasado colonial.
Pues, miren, nada más fácil. Se quita el nombre de plaza (de la batalla de) Tetuán y se pone el de plaza (de la ciudad de) Tetuán. Para que quede más bonito, organizamos un paripé con el alcalde de turno de Tetuán, nos hermanamos y esas cosas. Y ya está. Qué ganas de complicarse la vida, de verdad.
Pero es que nuestros munícipes también andan con estas tonterías. No hace mucho, se recogieron 35.000 firmas para rendir un homenaje a Copito de Nieve, que la diñó hace ya 18 años, cómo pasa el tiempo. El asunto tiene su enjundia por asuntos como quién se hace cargo del coste de la escultura o dónde la ponemos. No es un asunto trivial. Pero el Ayuntamiento rechazó la propuesta con una nota que decía que Copito de Nieve era (cito) "vestigio de un sistema colonial que rechazamos".
Sí, claro, todos rechazamos el sistema colonial, pero cuando hablamos del parque Güell, nadie piensa en el tráfico de esclavos que inició la fortuna de la familia del mecenas de Gaudí. Por qué no quieren dedicar una calle o una estatua o yo qué sé al gorila o es algo muy difícil de explicar o es pura tontería, y entre las dos opciones la tontería es la más plausible. Aunque quizá sea la envidia. Si ahora mismo se celebraran elecciones municipales y se presentara Copito de Nieve, seguro que sacaba más votos que Ada Colau, Ernest Maragall, Elsa Artadi o Jaume Collboni juntos o por separado, a eso hemos llegado.