Conocí a Javier Marcet hace apenas tres semanas. Fue en una comida. Éramos unos cuantos, la mayoría veteranos juristas, abogados y notarios. Y él, pese a su juventud, rápidamente comenzó a conversar con los presentes hasta que, por su temple y carácter, todos olvidamos que aquella era su primera vez entre nosotros.

Ese día hablamos, como siempre, sobre lo divino y lo humano. Pero resulta que unos pocos días antes Rusia había invadido Ucrania y ya habían comenzado los bombardeos sobre las ciudades. Así que, de entre todos los temas que surgieron, la agresión a Ucrania fue el principal y el más comentado.

La situación nos resultaba terrible, demencial. Putin, decíamos, había pisoteado las reglas más básicas de la paz y la seguridad internacionales y, en un acto de barbarie sin precedentes cercanos en la vieja Europa, había decidido lanzar a sus tropas sobre su país vecino y atacar, en muchos casos, objetivos no puramente militares.

Cerca de un millón de personas habían huido ya de su Ucrania natal por aquellas fechas. Los refugiados comenzaban a apelotonarse en kilométricas filas en la frontera de Polonia. Miles de mujeres y niños dejaban a sus maridos y padres y emprendían el camino hacia lo desconocido. La comida, la ropa y las medicinas de que disponían no eran suficientes y, además, desde Ucrania se oía ya la demanda de chalecos antibalas para los resistentes.

Había que hacer algo. En eso estábamos de acuerdo. De modo que algunos nos pusimos manos a la obra. Cada uno, en sus diferentes ámbitos, con lo que podía. Pero Javier Marcet y su hermano José Ignacio, a quien conocí unos días más tarde en el Consulado de Ucrania en Barcelona, con esto y más.

Resulta que su familia posee una fundación, la Fundación Marcet, una escuela de fútbol que recibe a alumnos de todo el mundo y donde la enseñanza de este deporte, si bien es importante, se complementa con la formación académica y los valores humanos que, gracias al deporte, son capaces de imprimirse con fuerza en todos sus estudiantes. Eso dice su página web. Y, aunque algunos pudieran decir que estas palabras son tan solo marketing, en el caso de los Marcet no es así. Al contrario, su humanidad se erige por encima de todo como si de un inmenso obelisco se tratase.

En apenas una semana desde aquella comida, los Marcet ofrecieron al Cónsul General un autobús que saldrá de Barcelona el próximo lunes cargado de material humanitario y chalecos antibalas para la población civil. Recorrerán más de dos mil quinientos kilómetros, dejarán el cargamento y volverán con veinticinco refugiados ucranianos de un listado entregado por el Consulado y que, nada más llegar, dispondrán ya de un lugar donde quedarse en nuestra ciudad.

Pero esto no es todo. Los Marcet han ofrecido al Consulado acoger a niños futbolistas de entre 12 y 16 años para formarles en el fútbol, escolarizarles y enseñarles español. Por supuesto, poniendo a su disposición también manutención y un lugar donde vivir.

Han propuesto también a la federación ucraniana de fútbol localizar y traer a Barcelona, a sus instalaciones, a todo el equipo nacional cadete para que, lejos de esa horrible guerra, puedan seguir entrenando y continuar participando en las competiciones internacionales.

No se trata, por tanto, de una acción solidaria puntual, sino de la plasmación concreta, real y tangible, prolongada en el tiempo, de unos nobles valores que rara vez se encuentran. Y prueba de ello es que los Marcet no han llamado a la prensa ni han hecho gala de sus buenas acciones. No han hecho fotos ni han colgado en sus balcones, bien visibles, banderas ni brazos entrelazados. No. Ellos han hecho todo esto porque, en verdad, les duele lo ocurrido y, de corazón, quieren contribuir a paliar el sufrimiento de las víctimas.

Ojalá hubiera más Marcet. Ojalá hubiera menos participantes en minutos de silencio y menos “luchadores” de foto de perfil y más personas como ellos, comprometidos con una causa que, sin necesidad, sólo por principios, han hecho suya.

Por eso me permito escribirles estas líneas, para reconocer su encomiable labor. Ellos, decía Bertolt Brecht, son los imprescindibles.