El auge de los populismos puede hacer mucho daño a Barcelona. De hecho ya lo ha hecho. No solo por la pérdida sistemática de oportunidades que hemos vivido por culpa del procés, sino porque se ha instalado un marco de confrontación estúpido que ha calado en gran parte de la sociedad haciendo que normalicemos conductas que, si las observáramos desde el sentido común, veríamos son una autentica estupidez.

El pasado sábado participé de una tertulia televisiva en la que uno de mis contertulios afirmaba que el Gobierno de la Generalitat debía paralizar las conversaciones que pretenden hacer posibles los JJOO del 2030. ¿El motivo? Las supuestas escuchas que según los independentistas ha realizado el Gobierno de España. Y digo supuestas porque, ni son capaces de demostrar por el momento que las escuchas se han realizado de manera irregular, ni han sido capaces de demostrar que esas escuchas han sido ordenadas (en caso de existir) por el Gobierno de España. Pero eso no les importa. Toda excusa es buena para paralizar el progreso.

Funcionar a golpe de calentón no solo es irresponsable, sino que es nocivo para el desarrollo normal de la acción de cualquier gobierno. Acostumbrar a los ciudadanos a que, a cada supuesto inconveniente hay que responder con parálisis nos lleva a una situación tan absurda como la que vivimos hace años: seguir dejando que las oportunidades pasen.

Y esto hace que la gente pierda la fe en sus políticos. Es imposible asumir con normalidad que tus políticos no traten de mejorar tu vida. Es cierto que nadie espera que la clase política le arregle los problemas de su casa, pero también es cierto que, incluso inconscientemente, queremos sentir que quienes nos gobiernan buscan a diario el modo de mejorar el nivel de vida de todos los ciudadanos. Percibir, consciente o inconscientemente, la inutilidad de nuestros gobernantes genera unos niveles de desesperanza que hacen que en un mundo que cambia a gran velocidad nos sintamos desnortados.

Hablamos de un fenómeno global que se vive con diferentes intensidades. No es algo que suceda exclusivamente en Cataluña. Los niveles de desafección son cada día más altos en muchos rincones del mundo que tienen en común la necesidad de gestionar cambios que nunca antes habíamos visto producirse a tal velocidad.  Esos cambios generan incertidumbre, y la falta de respuestas adecuadas deja espacios a los populistas de turno. En resumen, cuando gestionas mal o de espaldas a la ciudadanía dejas espacio a oportunistas varios que acaban poniéndote en aprietos.

Tenemos el ejemplo perfecto en Francia. La incapacidad para actualizar los viejos postulados de las diferentes ideologías y la incapacidad de asumir que el mundo está cambiando y es necesario realizar cambios profundos en las diferentes administraciones deja un escenario de escasa participación que deja entrever una falta de liderazgo suficiente para afrontar el nuevo escenario global.

Debemos acostumbrarnos a gestionar la incertidumbre. También (y sobre todo) en los gobiernos municipales, que son quienes más cerca están de los ciudadanos de a pie. Y debemos hacerlo porque, de lo contrario, en unos años, nos podemos encontrar con un escenario como el francés.

Tuve la suerte de charlar el pasado sábado durante un par de horas con el exprimer ministro francés Manuel Valls. Es un lujo charlar con él. Una de las mentes más preclaras que he conocido en materia de geopolítica.

Su preocupación va más allá del resultado de las elecciones francesas. Su preocupación es el día después. El cómo se va a gestionar un país tan fragmentado, en el que el auge de la extrema derecha se ha consolidado con fuerza los últimos años y en el que, la mayoría de los ciudadanos acaban yendo a votar por la opción que acaban considerando mal menor.

Esa desconexión emocional entre ciudadanía y política y ese auge de los extremos debería preocuparnos también a nosotros. Más aún cuando, tras este mandato, en las próximas elecciones nos podemos encontrar a una extrema derecha todavía más radical y más fuerte, a una izquierda destrozada por el radical de Mélenchon y a un proyecto personalista (el de Macron) que probablemente no sobreviva a la transición que tendrán que hacer en el momento en que por ley no pueda volver a optar a la presidencia de la República. Nos podemos encontrar un escenario en el que extrema izquierda y extrema derecha compitan por la presidencia de la República Francesa.

Francia no nos queda tan lejos. La situación de hecho es muy parecida a otras situaciones vividas en Europa y es en cierto modo extrapolable a muchas de las cosas que suceden en nuestro país.

Si no queremos que la extrema derecha crezca no podemos dejarle espacios. Pero eso no pasa por ejercicios retóricos inútiles. La solución pasa por ser capaces de demostrarle a la gente que desde la política se realizan cambios reales que tocan sus vidas. Si no se hace esto, estaremos dando aire a alternativas políticas que nos pueden dejar un mundo ingobernable. Porque la inutilidad da aire a los extremos, y abonar discursos exagerados para generar una imagen distorsionada de la realidad también.

La responsabilidad es de todos. En Barcelona lo tenemos todo de cara para conseguir que el extremismo no se adueñe de nuestra ciudad. Pero depende de todos. De quienes gobiernan depende hacer bien las cosas. De quienes están en la oposición depende hacer buena oposición. Y de todos y todas depende ser capaces de no dejarnos llevar por la visceralidad y racionalizar la situación en la que vivimos. Una situación de cambio que exige un esfuerzo de conjunto para hacer una verdadera transición hacia el mundo que viene.