El concejal de Seguridad y Prevención del Ayuntamiento de Barcelona, Albert Batlle, fue uno de los grandes fichajes de Jaume Collboni en su intento de llegar a la alcaldía en 2019. Batlle fue el número tres de la lista socialista y como exdirector de los Mossos se esperaba que hiciera frente al creciente incivismo y a la preocupante inseguridad que azotan a Barcelona. Si ya sé aquella frase tan manida de que los delitos en Barcelona son competencia de los Mossos, pero alguna cosa puede o debe hacer la Guardia Urbana, ¿no?
Batlle empezó con fuerza. En pocos meses puso fin a la mayoría del top manta, pero desde entonces su gestión al frente de la concejalía de Seguridad y Prevención es más que discreta. Tras tres años difícilmente se le puede aprobar y salvo que haga un sprint este final de mandato, su paso por el Ayuntamiento será por olvidar. Cualquier comparación es odiosa, pero todavía hay quien añora cuando la seguridad de la ciudad estaba en manos de la socialista Assumpta Escarp, una de las impulsoras de la tan criticada y necesitada Ordenanza de convivencia, conocida popularmente como Ordenanza de civismo
Fue aprobada a finales de 2005 por el gobierno de Joan Clos, con los votos a favor de PSC, la antigua CiU y ERC, y supuso un duro enfrentamiento entre los socialistas y uno de sus socios, ICV. Según Escarp, nació en un intento de defender un espacio público para todos. "Buscábamos un mecanismo jurídico que nos permitiera sancionar para evitar conductas en las calles que acababan teniendo un uso excluyente. Es una clara defensa del espacio público y de la convivencia en el espacio público". Más de 15 años después, las palabras de Escarp se las ha llevado el viento y el documento parece papel mojado.
Barcelona es una de las capitales del botellón, con covid o sin él, con todo lo que conlleva: consumo de alcohol en la vía pública, ruidos, peleas, vandalismo y delitos asociados. Parece que el tiempo todo lo borra, pero en la hemeroteca persisten los desórdenes de la Mercè de 2021 ante una Ada Colau, un Batlle y un gobierno al completo superado e incapaz de poner orden. Y encima viene el síndic, David Bondia, y propone crear botellódromos.
Media ciudad está llena de grafitis. La capital catalana es una urbe sucia, con los alrededores de los contenedores llenos de basura. Durante más de dos años el barrio de Sant Antoni ha convivido con el mercado de la miseria. Las okupaciones apenas se persiguen. Los conductores de todo tipo de artilugios -patinetes, bicis y motos incluidas- se apropian de las aceras, una zona que debería ser de uso exclusivo peatonal. Y cuando se pone una multa por incivismo, en multitud de ocasiones no se cobra.
Suelo acudir de forma regular a correr al frente marítimo de Barcelona. Del Hotel Vela al Fòrum hay entre ida y vuelta algo más de 10 kilómetros. Con la llegada del calor, el paseo se llena de todo tipo de personas. La gran mayoría se comporta cívicamente, pero siempre hay unos cuantos que se creen que la vía pública es suya y hacen lo que les da la gana, y lo peor es que la Guardia Urbana pasa por su lado y no les dice nada. O, al menos, yo jamás he visto a los agentes bajar del vehículo para poner una multa.
El pasado domingo 24 de abril el sol lució con intensidad. Pasadas las 19.00 horas, el paseo marítimo, entre la Torre Mafre y el Hotel Vela, estaba a rebosar. Los patinadores bajaban a toda velocidad desde el citado establecimiento hotelero fregando a los peatones. Los conductores de bicitaxis sudaban la gota gorda mientras pedaleaban cargando a dos o tres turistas y pitando a todo el que se ponía en su camino. Los vendedores de mojitos sacados de las alcantarillas se paseaban por la Barceloneta ofreciendo sus maravillosas bebidas. Y el top manta de alfombras lleva meses enquistado junto a la playa del barrio marinero.
Mientras todo esto pasaba una furgoneta de la Guardia Urbana circulaba por allí sin que lo que sucedía en los alrededores fuera con los agentes. Se me ocurrió comentarles que se estaban vulnerando numerosas ordenanzas municipales. El policía que conducía ni me contestó. ¿Para qué? Les dije uno por uno los problemas citados con anterioridad, pero el caso fue omiso. La mirada del chofer hablaba por sí sola. Denotaba una mezcla de 'esto es lo que hay', 'vete y no molestes más' y 'son las órdenes que hemos recibido'.
Aunque no guste, Barcelona no es hoy una ciudad cívica, y lo peor es que quien gobierna lo permite. La tolerancia está a la orden del día cuando lo que se necesita es un poco más de orden y ley. Apenas hay educación y demasiadas veces la policía y los agentes cívicos miran hacia otro lado. Sobre el personal del B:SM, los agentes cívicos, les explicaré una anécdota del año pasado. En la esquina de Còrsega con Sant Quintí, en el Clot Camp de l'Arpa, apareció un sofá abandonado y un trozo de una tubería de uralita medio rota de unas obras. Se lo comenté un par de veces, pero, tristemente, el problema no se solucionó hasta que apareció publicado y mandé un Whatsapp al teléfono de un alto cargo del gobierno. Así andamos.
En un año hay elecciones. Haría bien Collboni en plantearse si Batlle debe ser la apuesta del PSC para dirigir la seguridad o es mejor que se jubile ya tras años de servicio a la ciudad y al Govern. En junio de 2021 llegó a decir que los botellones se deben vivir con cierta normalidad, lo que le suposo las críticas de diversas entidades vecinales. Y quien gobierne el Ayuntamiento deberá decidir si don Pedro Velázquez, como le llaman los sindicalistas de CSIF, es el jefe que necesita la Guardia Urbana de Barcelona.