Me avisaron cuando salía de la oficina, justo al iniciarse el fin de semana. Tenía que acudir deprisa y corriendo a su domicilio. "Se ha muerto", me dijeron. Cuando llegué, me esperaba un coche patrulla. También me esperaba el finado, sentado en un viejo sofá destartalado, con la barbilla apoyada sobre el pecho, como dormido, desmadejado. La policía me preguntó quién era yo y les conté que trabajaba en la fundación que tutelaba al finado.
Tuve que llamar a sus parientes más cercanos, para darles la noticia. Llegaron antes que la ambulancia y el forense. La relación con el difunto era pésima, a causa del alcohol y las drogas. "Bueno, así ya no sufrirá" fue lo más amable que dijeron. "¿Podemos entrar en la vivienda?" fue lo siguiente. A duras penas la "vivienda" merecía tal nombre; carecía de lo más elemental. Uno no imagina semejante cuchitril a pocos pasos de una céntrica estación de metro, en un barrio con apariencia de posibles.
El forense tardó en llegar un par de horas, que pasé como buenamente pude entre la policía, aburrida, y la familia, cada vez más impaciente. El forense, impasible, echó un vistazo al cuerpo y luego me preguntó por el difunto. Alcoholismo, consumo de cocaína, una salud arruinada… Murió sentado frente al televisor, sin darse ni cuenta, y una vecina lo descubrió, horas después. Murió cansado de vivir.
Tan pronto se lo llevó la ambulancia, la familia preguntó si ya podían entrar en casa. Entraron, como una tromba. "¿Dónde está el dinero ¡Seguro que lo tiene aquí!", o aquí, o aquí… Pregunté si me necesitaban para algo, pero ellos, a lo suyo, revolviéndolo todo, con frenesí. ¿Dinero? ¡No había dinero! ¡Qué iba a haber! Se lo gastaba todo en litronas de cerveza o gramos de cocaína. Al día siguiente, organicé su entierro. No volví a ver a la familia.
He visto y conocido casos parecidos que me han dejado con el cuerpo malo. Recuerdo a una anciana que se pasó un mes atada a la cama y amordazada "porque gritaba mucho y molestaba". He visto a un anciano que lo había perdido todo, y quiero decir todo, porque unos desaprensivos lo habían estafado y engañado; lo único que le habían dejado en propiedad fue una deuda de miles de euros. Aquella pobre mujer con síndrome de Diógenes que tuvimos que rescatar de su propia casa. ¡Los primeros meses de la pandemia! Los ancianos que tutelábamos morían por docenas. Todavía recuerdo al médico que me confesó, llorando, su impotencia. Falto de medios y sin ayuda, veía cómo se le morían sus pacientes por docenas sin poder hacer nada para evitarlo. ¡Dios, las residencias…! Fue espantoso.
Etcétera.
Porque a mis historias podría sumar muchas otras de personas que tratan con niños, con familias desamparadas, con enfermos dependientes, con trabajadores en paro de larga duración, con drogadictos, con personas que acaban durmiendo en la calle y qué sé yo.
Todos esos casos tienen dos cosas en común. La primera, que eso le puede pasar a cualquiera. A cualquiera, han leído bien: a usted, a su vecino, a mí mismo. La vida da muchas vueltas. La segunda cosa que tienen en común es que acaban bajo la alfombra. Se tapan. Molestan. Si acaso, cuando asoman, nos rasgamos las vestiduras, hacemos un poco de comedia y en un par de días estamos otra vez hablando de fútbol.
Las estadísticas dicen que el Ayuntamiento de Barcelona es uno de los que dedica más fondos a ayudas sociales. Me alegro. Eso está bien, pero resulta que esas ayudas son insuficientes. En parte, porque la situación es peor de lo que creen. En parte, porque Barcelona tiene que cubrir la demanda que el sangrante desinterés de la Generalitat no cubre desde hace demasiados años. Todos sabemos lo que pasa cuando los derechos de los pueblos pasan por delante de los derechos de las personas, y lo que pasa no es nada bueno.
Y la izquierda… Ay, la izquierda. Hace tiempo que ha perdido el norte. Su gran logro, y una de las máximas muestras de civilización, fue el Estado del Bienestar. Ahora, mientras unos están destrozando lo poco que queda de él tapados por la bandera, la izquierda guay discute si son "elles" y no ellos, o ellas, en un correo comercial.