La propuesta de diversas entidades de cobrar peaje a los vehículos que circulen por Barcelona tiene buenas intenciones finalistas: reducir la contaminación y el ruido en Barcelona. Un método similar ha sido utilizado antes en otras ciudades que, sin embargo, guardan una diferencia notable con Barcelona: que la ciudad oficial es muy pequeña y la real más grande. El resultado es una serie de atascos cotidianos que se producen sobre todo en los accesos y embotellamientos en toda la ciudad porque, para bien o para mal, absorbe buena parte de la vida metropolitana. De modo que ninguna medida estrictamente municipal tendrá efectos duraderos, que se supone es lo que se busca. En este sentido, la adjudicación esta semana en las poblaciones metropolitanas de un servicio de bicicletas no compatible con el de Barcelona es una noticia pésima.

El verdadero problema de la ciudad es su densidad de uso. A una demografía de alta intensidad hay que añadirle la masificación turística y la centralidad metropolitana. El resultado acaba siendo la congestión.

Un ejemplo: la estación de Sants sigue siendo hoy, y va para largo, un nudo de comunicaciones cercano al colapso. Las diversas soluciones previstas contemplaban desdoblar su centralidad. Pero pasa el tiempo y Sagrera no arranca, mientras que las posibilidades de que la estación de El Prat opere como segunda base de los trenes de alta velocidad no han pasado nunca de la teoría. Aunque junto a la estación de Rodalies hay otra para el AVE, este tipo de trenes ni ha parado allí nunca ni tiene previsto hacerlo.

La medida de cobrar por circular tiene, claro, efectos disuasorios, pero sólo para quienes 120 euros al mes (1.460 al año) representen un gasto serio. Para los ricos de verdad, los favorecidos por la crisis, no es ni un pellizco. Quizás se busque eso: que el coche privado vuelva a ser cosa de ricos y que los pobres utilicen el metro, que circula bajo tierra y los hace invisibles. Díaz Ayuso ya ha dicho que no ve pobres en Madrid. Y es que desde el coche oficial, con cristales tintados, la vida parece otra.

El caso es que hay medidas más rápidas que el peaje: una de ellas, incidir en el aparcamiento en superficie, que se come una cantidad enorme de espacio y entorpece la circulación. Las autoridades, las de este consistorio y las de los anteriores, han sido más que contemplativas con ese tipo de ocupación de vía. Tanto es así que cuando hay obras en el lado de una calle, por regla general no se procede a eliminar el aparcamiento al otro lado sino que, simplemente, se reduce el espacio destinado a circulación. El resultado es más tiempo de recorrido y, con ello, más ruido y contaminación.

Y la cosa no acaba ahí. Hay una regla implícita que permite a los particulares aparcar los fines de semana en muchos carriles del autobús, como si el transporte público del sábado y del domingo fuera de segunda división. Que no es así, que esos días también hay vida, bullicio y movimientos obligados lo sabe casi cualquier ciudadano, aunque lo ignoren los responsables del transporte urbano, que deben de tener fiesta de guardar. Anular un sin fin de carriles del transporte público los fines de semana repercute, también, en un aumento considerable de frecuencias, lo que estimula el uso del vehículo privado, cuya reducción es, según confesión propia, una de las medidas que buscan los promotores del peaje en Barcelona.

El equipo municipal se ha apresurado a decir que estudiará la propuesta, pero no se compromete a aplicarla en todo o en parte sin un amplio acuerdo político y social. O sea que no la tendrá en cuenta, porque no hay consenso posible en ese punto. Primero, porque hay dos tipos de vehículos: los dedicados al transporte de mercancías y personas, cuyos propietarios viven de eso (ellos dicen que mal) y los que emplean personas individuales para ganar tiempo frente a un transporte público que no satisface sus necesidades. A los primeros es difícil apretarles más, entre otros motivos, porque forman parte de la economía; sus problemas repercuten en el PIB de la ciudad. A los segundos, en cambio, se les podría estimular el uso del transporte público con medidas que ya están al alcance del consistorio, por ejemplo, mejorando el servicio a base de hacer respetar el espacio que tienen reservado.

Es más barato y menos traumático, aunque supone reordenar la Guardia Urbana. Y es que también en movilidad conviene aplicar una divisa que tienen en cuenta los buenos médicos: una intervención no tiene que provocar más daño del que quita.