Barcelona va perdiendo poder, y deja en evidencia aquella canción que medio mundo cantó en los Juegos Olímpicos de 1992. Justo treinta años después, la “Barcelona es poderosa”, ha visto frustrada la posibilidad de organizar, junto con los Pirineos, los Juegos de Invierno de 2030. Demasiadas contradicciones e intereses cruzados entre los partidos independentistas que forman parte del Govern y el gobierno de Aragón y que dejan en la estacada un proyecto complejo, pero que sigue siendo posible y que podía beneficiar a muchas comarcas de ambas partes del Pirineo. El hecho es que se instala un cierto ánimo de derrota, de que es todo demasiado complicado y que la ciudad necesita ayuda para tirar adelante, de que necesita incentivos para no basarlo todo, ya de forma definitiva, en los servicios, con un turismo que se recupera, pero que también tensa las costuras de la ciudad.
Los juegos de 1992 tuvieron importantes consecuencias que llegan hasta el inicio del proceso independentista. Es necesario volver sobre ello para entender qué le ha pasado a la ciudad y al conjunto de Cataluña. Y es que todo depende de las expectativas que se generen, de la ambición colectiva y de la capacidad de asumir lo que es o no posible.
Algunos expertos, como Jacint Jordana, se han referido al proceso independentista como una consecuencia de la necesidad de Barcelona de alzar el vuelo. Frente a la capital de España, Madrid, que ha sido el gran proyecto colectivo de unas elites políticas más encuadradas en el PP que en el PSOE, pero con los dos partidos políticos detrás, Barcelona no quería interiorizar esa realidad sin, por lo menos, sacar la cabeza e intentar algo diferente.
Es una interpretación que liga con lo que sucedió en Canadá. Frente a una ciudad como Montreal, que iba perdiendo fuerza frente a Toronto, y que se responsabilizaba de la suerte de una comunidad ‘distinta’ como la fancófona, frente a la anglófona del resto del país, se intentó lograr un mayor poder político, que no tenía por qué pasar por la independencia. Eso se plasmó en el referéndum de 1995, que intentaba negociar una relación diferente con el resto de Canadá.
Pero hay otra interpretación posible, otra realidad. La plasma el periodista Manel Pérez en su libro La burguesía catalana (Península). A su juicio, los Juegos Olímpicos de 1992 lograron crear un sentimiento propio en Barcelona, que alimentó “el orgullo de sus clases medias, entusiasmadas al ver el recorrido global de la ciudad, que concebían independiente del Gobierno de Madrid y los poderes del Estado”. Esa idea se contraponía a una cierta “decadencia” de Madrid. Pérez señala que “el independentismo acabaría dando en parte expresión política a ese sentimiento” creado en Barcelona.
Es decir, es la posibilidad de ir a más, de ver la potencialidad de Barcelona, lo que llevaría a un proyecto político a creer aquello de “todo es posible y todo está por hacer”. Al mismo tiempo, sin embargo, se genería una conciencia específicamente local, como añade Manel Pérez, alternativa al nacionalismo catalán y español, que explicaría las dificultades del independentismo para tener más apoyos en la capital catalana.
Pero hay que acentuar lo sucedido. Con una explicación u otra, entendiendo más a una parte que a otra, lo cierto es que Montreal y Barcelona pueden pagar las consecuencias. Montreal ya lo ha hecho. No ha recuperado las entidades financieras que se instalaron en Toronto, hoy una ciudad mucho más viva. Y Barcelona no será tampoco la misma, tras el proceso independentista, porque las sedes sociales de muchas empresas se fueron y no tienen ningún interés en volver. Eso, que a corto plazo se percibe poco, constituye un cambio total a medio y largo plazo.
La ciudad ha perdido poder, sus elites miran hacia otros centros productivos, sea Madrid u otras ciudades europeas y mundiales.
Por eso, aquella ciudad que se creyó ‘independiente’, que se sintió poderosa con unos Juegos Olímpicos que fueron admirados en todo el planeta, necesita ayuda y debe interiorizar cómo han funcionado las cosas. El Estado, España, se volcó con Barcelona y, por tanto, con Cataluña en 1992. Fue la colaboración institucional la que supuso grandes avances para la ciudad y el conjunto de la comunidad. Y es la apreciación justa de las dimensiones y de las potencialidades de una ciudad lo que es determinante, para no caer en proyectos ilusorios, pero tampoco para llorar continuamente.
Hay talento en la ciudad, y lo que debe primar es un mayor liderazgo para saber qué batallas se pueden ganar y cuáles es mejor no jugar. Para saber qué es realmente determinante, y para Barcelona y su área metropolitana era muy importante, casi vital, la fábrica de baterías eléctricas que el Grupo Volkswagen instalará, finalmente, en Sagunto (Valencia). ¿Quién asume el reto?