Hace algunos años, Carme Miralles, hoy profesora de Geografía en la UAB, pero entonces diputada en el Congreso por el PSC, sugirió un debate sobre la financiación del transporte público y el déficit que genera. Se preguntaba por qué si nadie lamenta el déficit en sanidad o educación, había tantas reticencias en el caso del transporte. Después de todo, la vida moderna, sobre todo en las áreas metropolitanas, se basa en buena medida en la movilidad, de modo que, dado que el servicio va a ser de todas todas deficitario, ¿no sería mejor asumirlo de una vez y actuar en consecuencia?
Las medidas adoptadas estos días por diversas administraciones (gratuidad de Rodalies, rebajas en el transporte urbano barcelonés) son, sólo en parte, una aproximación a esta tesis. Hay quien sostiene que estas decisiones llevan necesariamente al colapso del sistema, incapaz de asumir el aumento de la demanda que se producirá. Lo mismo se adujo cuando se propuso que, al menos el día sin coche y a modo de prueba, el transporte fuera gratuito. Imposible, respondieron casi todas las autoridades: sería el caos.
Ahora se verá si es así.
En el debate sobre el déficit del transporte público se hacen las cuentas del gran capitán. Se evalúa el coste del servicio, excluida la inversión, y luego se fija el precio con criterios políticos. La diferencia la cubren las administraciones. Es evidente que por esa vía hay elementos que no se contabilizan. Por ejemplo, los que suponen una menor contaminación acústica y atmosférica. Pero hay más. Como demostró un estudio de la Universidad de Karlsruhe sobre los costes del tren, éste evita también inversiones en carreteras, reduce las agresiones al territorio y, además, supone un descenso muy notable de la accidentalidad vial. Los accidentes comportan, en primer lugar, un alto precio emocional: para las víctimas y para sus familiares, pero también un coste para el erario público, que ve así disparada, y en mucho, la factura sanitaria.
En un momento en el que la sanidad está siendo laminada por los recortes en el sector público, mucho más responsables de las dilaciones en atención que toda la pandemia junta, que esta factura sea menor al reducir la accidentalidad (además del ahorro que suponga menos contaminación) no es un asunto baladí y convendría tenerlo presente a la hora de hablar del déficit del transporte público.
Asuntos diferentes son decidir si la rebaja debe ser universal o vinculada a las rentas; si se atiende a la movilidad obligada o se extiende a otros tipos de trayecto; si se aplica en los núcleos urbanos, por ejemplo, Barcelona ciudad, que no está del todo mal servida, o a territorios más amplios donde el servicio no es en absoluto suficiente, por ejemplo, el área metropolitana.
Hay quien ha establecido paralelismos entre la supresión de peajes y la gratuidad de trenes y las rebajas en los transportes. Es obvio que son cuestiones diferentes. La congestión de las autopistas, especialmente la AP-7 se produce sobre todo en fines de semana. El aumento del uso de la vía no responde en modo alguno a la movilidad obligada sino a la relacionada con el ocio y las segundas residencias. No tiene, por tanto, incidencia en el alza del coste de la vida. Sí afecta, en cambio, el precio del transporte para ir a trabajar. Si se consigue transferir algunos usuarios del sistema privado al público, se logra, además, reducir la factura energética.
No deja de ser curiosa la reacción de la derecha, que tiende a dárselas de liberal en materia económica: simplemente, se ha opuesto, sin sentirse obligada a razonar esa oposición. En el caso del PP, se comprende: hace tiempo que sus dirigentes olvidaron el debate para entregarse al exabrupto, en abierta competencia con Vox. Estos paladines de la libertad no quieren darse por enterados de la importancia de la libertad de movimientos, que se necesita, hasta para ir a tomar cañas. Aunque todo será que el populismo ayusista decida superar a Sánchez por la izquierda y ofrezca las cañas gratis, mientras regatea dinero para la sanidad, la vivienda, la educación y el transporte públicos. Los pobres, como dijo una diputada del partido, casada con un consejero e hija de un condenado por corrupción, “que se jodan”. El dinero público, es para la familia (el hermano de Ayuso) o para los amigos (como el beneficiario de las adjudicaciones a dedo de Laura Borràs, la pobre mártir).