La Rambla de Barcelona tiene una extensión que no llega al kilómetro y medio y no es una vía urbana especialmente ancha. Pese a ello, su reforma durará ocho años. Es decir, las obras que buscan transformarla se harán a un ritmo que no alcanza los 200 metros anuales. Si a alguien le dieran esos tiempos para la reforma de su casa no pondría el grito en el cielo, simplemente buscaría otro contratista. Al actual consistorio, por lo visto, los plazos le parecen bien. En Barcelona mueren, de media, unas 50.000 personas cada año. Traducido: 400.000 barceloneses, casi un 30% de la población, habrán muerto antes de que acaben los trabajos. La ciudad seguirá pero a ellos seguro que no les importará el resultado.
El caso es que La Rambla dicen que es la calle más famosa de Barcelona. Un símbolo de la ciudad. Y va camino de serlo al completo. No sólo las obras duran media eternidad sino que, además, se va despoblando de barceloneses y convirtiéndose en un reducto para visitantes efímeros, también llamados turistas.
En La Rambla ya no hay comercio de proximidad, desterrado hacia otras zonas por los chiringuitos donde venden desde panderetas a barretinas, desde caganers a sombreros cordobeses. Si un turista busca en esas tiendas los elementos que configuran la historia de Barcelona los encontrará junto a un montón más de cosas que poco o nada tienen que ver con Barcelona; producciones adocenadas, la mayoría sin gracia ni interés estético alguno. Pero no sólo en La Rambla: también en sus bocacalles desaparece ese tipo de comercio, convirtiendo la zona en un parque temático extraño, descontextualizado.
La Boquería, siguiendo esos mismos pasos, es hoy más que un mercado una atracción turística, con escaso atractivo para los barceloneses. Y con cada vez menos compradores de proximidad porque La Rambla, como le pasa a Venecia, cada vez tiene menos residentes locales. A este paso, cuando terminen las obras (si terminan, porque en ocho años da tiempo a empezar otras para así nunca acabar) bien se podrá decir que la avenida es una isla independiente del resto de la ciudad. Ya lo está siendo. Cada vez son menos los barceloneses que pasean por ella o que acuden a unos bares cuyos precios no tienen apenas nada que ver con los de cualquier otra zona. Son más caros y no son mejores.
No se trata de preservar la ciudad como fue en cualquier tiempo pasado que uno quiera privilegiar, porque los cambios son imprescindibles para la vida: la urbana y la personal. Pero la reforma que ahora se emprende es un viaje hacia ninguna parte: sólo lleva a un futuro que nadie sabe cómo será pero que, con absoluta seguridad, para los que queden está demasiado lejos.
Tiempo atrás había en Barcelona tiendas cuya fachada recordaba que sus puertas estaban abiertas desde hacía medio siglo e incluso un siglo entero y más. En la zona de la Rambla esos establecimientos han ido cayendo con prisas y sin pausas. La avenida gana visitantes foráneos pero pierde los locales. Con tramos levantados por los trabajos de reforma puede quedarse sin ambos.
Hace pocos meses, al recuperarse las primeras movilidades tras la pandemia, instituciones y comerciantes se quejaban de que no habían vuelto los turistas y ansiaban que volvieran los barceloneses que habían desertado y perdido la costumbre de ramblear. Ahora, entre las obras y los turistas se les expulsa nuevamente. Puede que no haya otra crisis sanitaria, pero el ruido, el polvo, la incomodidad en los movimientos son motivos suficientes para buscar otros puntos de la ciudad donde no todo le recuerde a uno que no es bienvenido. Y dentro de ocho años, La Rambla puede haber dejado de formar parte de la memoria de los barceloneses. Esa memoria que es la patria personal de las sensaciones y de las relaciones. Ya no estará en el presente porque ya no formará parte de los recuerdos. Eso sí, vivirá en las fotografías de los turistas de otros mundos. Lejos de sí misma. Lejos de la ciudad.