Más del 22% de los habitantes de Barcelona supera los 65 años, un indicador del tipo de servicios necesarios para ciertas zonas de la ciudad, que según las estadísticas municipales son principalmente los distritos de Les Corts, Nou Barris y el Eixample.

¿Cómo es posible que la construcción de la superilla --del Eixample, precisamente-- que ha de contribuir a reconciliar la ciudad con el medio ambiente, hacerla más verde y sostenible incluya adoquines en el pavimento de las calles? A veces da la impresión de que el objetivo del consistorio sea, primero, echar a los automovilistas y, después, a los viejos.

El Institut Municipal de Persones amb Discapacitat (IMPD), que forma parte del propio ayuntamiento, ha puesto el grito en el cielo por la barbaridad que supone el uso del empedrado en una nueva vía destinada a facilitar la movilidad de los ciudadanos. Es probable que al final se vea forzado a dar marcha atrás y retire el proyecto, pero de todos modos resulta muy significativo que tengan que ser voluntarios, no profesionales, los que estén pendientes y vigilantes de los intereses de los barceloneses.

Quienes diseñan esos cambios urbanísticos no lo hacen pensando realmente en las necesidades de la ciudad, sino que están al servicio de una idea, de una ideología. Barcelona se convierte, de hecho, en el escenario de sus pruebas, en material de currículum político con el que hacer propaganda.

No hace falta haber cumplido 65 años para estar informado de la cantidad de accidentes domésticos y callejeros que protagonizan personas que pierden agilidad con el paso de los años sin que estén enfermas. ¿Acaso no tiene información el ayuntamiento de las obras en viviendas y comunidades de vecinos destinadas a evitar los tropiezos y a facilitar la vida de la gente mayor?

Claro que la tiene. Pero, ¿qué va a quedar mejor en un vídeo publicitario, un adoquinado resplandeciente por el relente nocturno o la silueta de un tipo jodido que se apoya en una muleta para caminar? No hay color.