Tomar distancia es clave para cualquier análisis. Más aún cuando tu día a día te acerca en demasía al objeto de estudio.
En mi caso, estas últimas semanas he tenido ocasión de tomar distancia de mi ciudad por diferentes motivos. Me casé en Sanlúcar de Barrameda, pasé unos días en Kenya, otros en Tanzania, y para terminar tuve ocasión de realizar una ponencia en la Cumbre Mundial de Comunicación Política que se celebraba en Buenos Aires.
La desconexión fue de más a menos. Evidentemente los días posteriores a la boda el nivel de desconexión fue total. También los primeros días en Kenya. Pero al poco, conectar con Barcelona sucedió prácticamente sin querer.
Estoy convencido de que todos hemos vivido múltiples anécdotas tras aquello de “¿y de dónde eres? De Barcelona”. A partir de ese momento la conversación suele girar en torno a nuestra ciudad. No es lo mismo cuando dices que eres de cualquier otro sitio. Barcelona genera debate. Y en muchos casos, genera recuerdos. Y eso es importante.
Están los que te dicen que estuvieron en Barcelona hace años y que es una ciudad que adoran. Nos ha pasado con gente de todas partes. Están también los que de entrada te hablan de fútbol. En Kenia era un constante, les encanta el fútbol. Pero también están los que rápidamente te vinculan la ciudad a las noticias políticas de los últimos años.
Recuerdo que hace unos años, en pleno procés, cuando marchabas fuera del país muchos te preguntaban con cierta preocupación por la situación que se vivía en Cataluña y específicamente en Barcelona. Las imágenes vividas estos últimos años han condicionado la percepción internacional de nuestra ciudad. De eso no hay duda. Era imposible que la imagen de ciudad no se manchase. Los partidos independentistas tenían claro que uno de sus objetivos principales era, tal como ellos decían, “internacionalizar el conflicto”. Y lo consiguieron.
No es casualidad que el Presidente de la Generalitat cada vez que sale de España dedique más tiempo a hablar del supuesto caso de espionaje a diferentes personalidades independentistas que a trabajar para conseguir oportunidades para los catalanes. Parte de su éxito pasaba por el supuesto apoyo internacional. Y para conseguirlo, necesitaban contar su visión de la historia. Afortunadamente durante estos últimos viajes he percibido una preocupación muy distinta al hablar de Barcelona. Y lo he percibido así al hablar con todo tipo de personas. Desde las charlas con público informado (véanse las conversaciones con asistentes o ponentes de la Cumbre Mundial de Comunicación Política) pasando por las conversaciones con amables guías kenianos o hasta desenfadadas conversaciones con despreocupados vendedores ambulantes de Zanzíbar.
He podido constatar dos cosas. La primera. Barcelona sigue llamando la atención. No ha habido vez que haya citado la ciudad y no haya generado interés. De hecho, la conferencia que di en la Cumbre de Buenos Aires se titulaba “Barcelona: palanca contra el populismo”, y fueron muchos los que asistieron atraídos tras ver el nombre de Barcelona en el título de la charla. La segunda. En Barcelona se abre una nueva etapa, y consciente o inconscientemente, el mundo empieza a percibirlo. Y es que cuando decía antes que he percibido una preocupación muy distinta que en viajes anteriores me refería a esto. Antes la gente preguntaba preocupada por el desenlace de un procés que había sido capaz de mostrar al mundo la cara más dura del nacionalismo. Hoy, cuando te preguntan, te preguntan por cómo acabó aquello que vieron hace unos años en televisión.
El tiempo del procés ha terminado. También en Barcelona. Iniciamos un nuevo ciclo que nada tiene que ver con las métricas en las que nos hemos movido los últimos años. Empieza un nuevo tiempo en que el debate volverá a ser el de cómo queremos gobernar la ciudad de Barcelona. Y las causas que se alejen de eso no tendrán ningún sentido. De hecho ya no las tienen. Por eso estamos viendo todo el circo que se está viviendo estos meses en Barcelona y en Cataluña. La desestabilización propia de un cambio de ciclo. Momento por cierto en que sólo sobreviven aquellos proyectos que son verdaderamente sólidos y útiles para los ciudadanos y ciudadanas.