Llevaría demasiado espacio describir aquí todo el proceso de negociación para construir en Barcelona un museo, de iniciativa privada, con fondos del Hermitage de San Petersburgo. Baste decir que, por parte del Ayuntamiento, las conversaciones, en realidad, nunca arrancaron. Escudados en el nuevo convenio que hacía falta con la Autoridad Portuaria para edificar en la bocana, renunciaron a discutir medidas concretas con las que hubieran podido dejar su impronta, como las condiciones del préstamo, el catálogo de piezas o la participación de las galerías locales. En realidad, la oposición al proyecto era de principio, decidida por Ada Colau y liderada por Janet Sanz y Jordi Martí, contra el parecer de sus aliados socialistas, y el museo había fracasado ya antes de que fuera del todo inviable por la guerra de Ucrania. El mes pasado, en octubre, después de sopesar la posibilidad de trabajar con otras ciudades españolas, los inversores anunciaron la creación en L'Hospitalet de un "centro de arte físico y digital multidisciplinar". Espero equivocarme y que la iniciativa sea comparable al descartado museo, pero es difícil pensar que este nuevo espacio, del que todavía no se sabe mucho, pueda compensar la pérdida de unos recursos museísticos preciosos para Barcelona.
Lo cierto es que los comunes del Ayuntamiento deberían recordar que, tan importante como elegir bien a los amigos es hacer lo propio con los enemigos. Sin esa premisa, da igual lo justas que sean las causas que uno persigue, porque falla la ejecución. El Ayuntamiento se equivoca muchas veces de enemigo por disparar de oído. Le pasó cuando, como muy bien contaba Anna Carlero en estas páginas, puso en el punto de mira a la plataforma Idealista por discriminar en el acceso a la vivienda debido al origen. Le faltó, según el juez, fijarse en dos detalles: su obligación de dirigirse primero a la compañía cuando detectó el problema y el hecho de que, en este caso, la actividad era neutra, es decir, se limitaba a la publicación técnica y automática de un anuncio facilitado por terceros.
Con el Hermitage también han podido sobrar prejuicios y ha faltado atención al detalle. Desde el primer momento decidieron que no encajaba en su modelo, sin considerar que la ciudad no se diseña de cero en cada mandato. Aun intentando adecuar la idea a su programa, debieron tener en cuenta la necesidad de proteger el gran activo que es el prestigio cultural de Barcelona. Nadie pensaría que rechazar el Hermitage era una buena idea tras un vistazo rápido a los criterios que usa la Comisión Europea en su propio escalafón de ciudades culturales del continente. Entre ellos, por ejemplo, el acceso de la población a museos, el número de visitantes, el de nuevos empleos en sectores creativos, la receptividad y tolerancia con las demás culturas y, por supuesto, las conexiones aéreas internacionales, otro punto seriamente perjudicado por la negativa a ampliar el aeropuerto.
Aparte de unos reparos al turismo poco indicativos de receptividad y tolerancia, el grupo que encabeza el gobierno municipal tiene una alergia mal informada a todo lo que le suene a alta cultura. Esta izquierda reinventada a la carrera y sin memoria debería recordar que no hace tanto defendía, frente a la cultura de consumo, el acceso del público al patrimonio que disfrutaban en exclusiva las élites.
El historiador socialdemócrata Tony Judt afirma en su gran libro sobre la posguerra europea que el punk fue la manera que encontró el mercado de explotar a fondo un nuevo público con la excusa de la protesta, y algo no muy diferente es lo que vemos hacer a Colau. La alcaldesa se apresuró a renunciar al palco que tenía el Ayuntamiento en el Liceo, pero financia con gusto cualquier espectáculo de las organizaciones identitarias afines. Así, lo único que consigue es dar impulso a otro nicho creado a medida para ese mercado que tanto le espanta, en lugar de poner al alcance de todos una oferta variada y lo más rica posible.
La cuestión es que, para concretar una oferta semejante, hace falta tener en cuenta que el modelo cultural de Barcelona, a través de distintos gobiernos y hasta regímenes políticos, se ha distinguido siempre por la participación de la iniciativa privada. Quien se proponga mantener el estatus de la ciudad como foco de cultura necesita, por tanto, capacidad de negociación para modelar los proyectos a su gusto sin perderlos. No sirve la postura inamovible, como en el caso del Hermitage, ni la decisión sesgada, como en el de Mediapro, a quien se adjudican concesiones a dedo, en aras de la formación del espíritu nacional, a pesar de desoír las normas del propio Ayuntamiento sobre paraísos fiscales y de sus anteriores incumplimientos en materia de vivienda protegida.
El gobierno de Colau tiene más claro lo que no quiere que lo que quiere y eso no es casual. La ideología conlleva siempre represión de la propia creatividad y, por lo tanto, pérdida de reflejos para aprovechar las oportunidades cuando se presentan. Es como gobernar, en definitiva, con el freno de mano puesto.