El eco de los tres conciertos de Barcelona con que Joan Manuel Serrat ha cerrado su vida en los escenarios ha sido excepcional, como pocas veces se ha visto en nuestros tiempos; en la ciudad no ha habido una despedida tan cariñosa y tan ampliamente compartida por la retirada de un artista ni de cualquier otro personaje público. Y eso que su adiós ha durado ocho meses: desde Nueva York a Barcelona, pasando por Latinoamérica y varias ciudades españolas: 74 actuaciones, 45 de ellas en España.
Manuel Vicent escribió que el cantante y poeta del Poble Sec es como una patria universal. Y es que simboliza un lugar al que se llega en castellano o catalán, indistintamente, porque lo importante no es el idioma, sino lo que se cuenta. Por eso el nacionalismo ha dado la nota; no le perdonan la huella de concordia, sencillez y normalidad que deja su dilatada carrera. Y, por supuesto, tampoco olvidan su no adhesión al régimen.
Una carrera que, como alguien también ha subrayado estos días, ha sido más larga que la propia dictadura franquista, con tiempo para llegar a varias generaciones y con una obra amplísima que se puede resumir en una única bandera, la tolerancia.
Esa longevidad profesional y su propia forma de ser lo han convertido en un personaje muy popular en el buen sentido de la palabra popular; es casi intocable. Tiene cintura para escaparse de lo políticamente correcto, incluso para hacerlo con una sorna elegante; y autoridad para decir lo que piensa sobre la regresión cultural y social que ha sufrido Cataluña.
Recuerdo la valentía de su presencia junto a Joan Ollé el día que el dramaturgo anunció su nuevo proyecto profesional después de haber sido trinchado, repudiado y sentenciado sin juicio por unas acusaciones de acoso sexual que jamás se plasmaron en una denuncia policial.
Es posible que la gente veamos en Serrat a ese hombre con principios, sencillo, y corajudo que todos queremos ser y, además, a un artista que sabe poner palabras y música a sentimientos y vivencias compartidas. Quien se tome la molestia de leer los comentarios de los lectores de diarios en sus páginas webs descubrirá que apenas nadie cuestiona su figura. Curiosamente, un espacio que tantos utilizan como vertedero de bilis apenas destila odio hacia él. Apenas unos pocos iluminados por el nacionalismo del desprecio al otro se atreven a cruzar ese umbral. Lo mismo ha sucedido en las redes sociales.
Serrat empezó a cantar en catalán cuando su uso estaba reprimido; sus letras hablaban de cuestiones universales y comunes de la gente joven como él, muchos de ellos hijos de la emigración que en aquellos años sesenta tuvieron los primeros contactos con un idioma nuevo a través de sus canciones.
Hoy, 60 años después, se ve claramente que los prohombres del catalanismo no supieron ver la gran oportunidad que apuntaba aquel joven charnego: pasar de una lengua prohibida a una lengua admirada, querida y asumida. Optaron por la fórmula cuartelaria de la imposición, como había hecho el franquismo.