A veces, como excepción y sin que sirva de precedente, Ada Colau toma alguna decisión que se me antoja razonable, momento en el que me abalanzo a consignarla en estas páginas para que se vea que yo, como les digo una cosa, les digo otra. Hace unos días tenía que celebrarse una reunión social en Barcelona para que nuestros partidos políticos abordaran el espinoso asunto de la abolición de la prostitución, uno de esos temas al que nuestros mandatarios recurren cíclicamente, aunque a mucho nos parezca una pérdida más de tiempo encaminada a que algunos se sientan mejores personas de lo que son. Supongo que se ha celebrado, aunque no recuerdo haber leído nada al respecto en la prensa, ya sea de papel o digital, pero lo que me interesa destacar es la ausencia de Ada Colau en ese cónclave. Los comunes (como quien esto firma) son partidarios de la regulación de la prostitución, no de su abolición, entre otras cosas, intuyo, porque estamos ante una actividad imposible de interrumpir por decreto y que lleva practicándose desde siempre, siguiendo la inapelable ley de la oferta y la demanda. Me sorprende que Ada, tan proclive a las quimeras, se muestre tan razonable en este asunto, pero se lo agradezco y, además, es perfectamente compatible con su principal especialidad, repartir dinero público entre entidades amigas (motivo por el que la justicia acaba de redoblar sus intentos de buscarle las cosquillas, a un mes de las municipales). No sé qué mueve a los participantes en la reunión (que, insisto, no sé si ha llegado a celebrar), pero igual piensan que después de abolir la prostitución, lo suyo será abolir la sequía.

Abundan en la política española los temas cansinos, pero el de la abolición de la prostitución es uno de los más recurrentes. Cíclicamente, alguien saca el asunto y se monta el numerito de siempre entre los partidarios de la abolición y los de la regulación. Por el mismo precio, se mete cizaña en el movimiento feminista, que se divide igualmente entre abolicionistas y reguladoras. Que a estas alturas aún quede gente dispuesta a creer que se puede acabar con el intercambio de sexo por dinero a base de decretos, da mucho qué pensar, y nada bueno, sobre nuestra clase política. Los abolicionistas, además, son graníticos: para ellos, no hay ni una sola mujer que se dedique a la prostitución por propia voluntad; es innegable que se trata de un mundo en el que hay gentuza a granel: de ahí una regulación que la expulse del asunto y convierta la oferta y la demanda de sexo remunerado en una decisión personal que solo afecta a la profesional y al cliente. Es decir, que el tema de la prostitución debería ser exclusivamente de índole policial: lo suyo sería, en mi opinión, desactivar el elemento delictivo de la ecuación y confinar el tema a los límites habituales de la ley de la oferta y la demanda.

Algo parecido podría hacerse con las drogas, otro tema que es imposible abolir por decreto (recordemos los desastrosos efectos de la Ley Seca en la Norteamérica de los roaring twenties del siglo pasado). Las cuestiones morales no vienen a cuento en ninguno de ambos asuntos, a no ser que se tenga mentalidad de sufragista, de inquisidor o de entrometido espiritual. Puestos a plantear quimeras, ahí va la mía: saquemos de en medio, policial y judicialmente, a toda la chusma que se lucra con la prostitución y las drogas, dejando la práctica de la primera y el consumo de las segundas confinados al ámbito de las decisiones personales, con sus respectivos mercados regulados por la autoridad competente. La guerra contra las drogas se ha perdido hace años, y la lucha contra la prostitución, tres cuartos de lo mismo.

Dicho lo cual, ya solo me queda averiguar si la reunión bonista prevista para hace unos días se ha llevado a cabo o si sus participantes decidieron al final seguir el ejemplo de nuestra alcaldesa y quedarse en casa.