Immanuel Kant propuso en su día un criterio de comportamiento: que quien actúa lo haga pensando que su conducta pueda convertirse en norma universal. Le llamó “imperativo categórico” porque se trata de una regla que obliga a pensar, frente a los mandamientos bíblicos que, en no pocos casos, sólo prohíben. Kant era un ilustrado, es decir, un moderno que buscaba normas de comportamiento basadas en la conciencia del propio individuo y no en mandatos externos, fueran estos de dioses o de libros. Hoy el imperativo categórico sigue siendo un criterio de actuación, sobre todo si se le añade una segunda pauta: el otro no puede ser tomado nunca como un medio para un fin, sino como un fin en sí mismo.

No está claro que el escolta de Laura Borràs, que convenció a un agente de la zona azul de que no la multara por aparcar mal, siguiera el criterio kantiano. Si consentir que cualquiera aparque donde no se puede se convirtiera en norma universal, el resultado sería que nadie podría aparcar ni apenas circular. Tampoco puede universalizarse la actuación del agente consentidor que se pliega ante un poderoso. Además, ambos pudieron incurrir en prevaricación, al aplicar la normativa de una forma sesgada y manifiestamente injusta.

En realidad, estos comportamientos responden más a los criterios medievales que a los modernos. En la Edad Media se creía que el poder derivaba de los dioses. Y, claro, como los dioses cuando se comunican con los hombres lo hacen de forma bastante oscura, ahí están sus designados para explicar a los mortales de a pie cómo deben aplicarse las reglas. Designados por los dioses los hay de dos tipos: clérigos y mandatarios. Los primeros se comunican directamente con su Dios, acompañando la charla de algo de pan y un trago de vino. Los que mandan y deciden los sueldos de los clérigos también se sitúan con frecuencia más allá del bien y del mal, con permiso de las divinidades. Franco decía ser “caudillo por la gracia de Dios”. Laura Borràs debe de pensar que su misión en este mundo procede también de un Dios que tiene a Cataluña como pueblo elegido. Así pues, las leyes no van con ella. Si se las salta para ayudar a un amigo o para aparcar mal y la condenan es porque es catalana. Una paria perseguida. Aunque quienes la condenen sean magistrados catalanes también. En este caso son malos catalanes, colonialistas, no como su escolta y el agente de la zona azul, que comprenden que ella aparca mal por amor a la patria y no por comodidad y cara dura.

Convendría saber si las autoridades responsables de ambos agentes les han llamado a capítulo y con qué consecuencias. Salvo que Ada Colau y Joan Ignasi Elena crean que su comportamiento deba convertirse en norma universal y, a partir de ahora, cualquiera pueda aparcar en el Eixample si le sale del arco del triunfo, sin otras consecuencias.

Esta idea de que los elegidos por los dioses no necesitan respetar las leyes de los hombres es antigua, pero se mantiene viva y extendida. Ahí está Trump, diciendo que tenía derecho a llevarse al baño de su casa los secretos oficiales. Ahí estaba Berlusconi, con derecho de pernada (de pago) sobre jóvenes y otras aún más jóvenes. Ahí está José Manuel Baltar que, siendo presidente de la Diputación de Ourense, fue pillado un mismo día conduciendo a 173 y 216 kilómetros por hora en un coche oficial y sin que sus movimientos figuraran en la agenda pública del organismo. Ahí está Enrique López, denunciado por conducir borracho, que tuvo que dejar el Tribunal Constitucional, aunque luego fue recompensado con una consejería en la Comunidad de Madrid. Ahí está Jordi Pujol, con unos ahorrillos en Andorra. Ahí está el emérito, que gana millones para regalar a sus amantes. Gentes todas con derecho a comportarse como les plazca cuando les plazca y donde les plazca. Están por encima de las leyes. En cambio, Mónica Oltra por mucho menos (en realidad y de momento por absolutamente nada demostrado) dejó su cargo y no ha podido presentarse a las últimas elecciones que ganó el PP, el partido de López y Baltar y Núñez Feijóo.

Borràs sí pudo presentarse, pese a estar ya acusada. Y aún hoy disfruta de un escolta que la defiende de los agentes de la ley, al menos en Barcelona, y le garantiza licencia para aparcar donde no puede hacerlo ningún otro barcelonés. Se trata de un derecho reservado a los hijos y las hijas de los dioses.