En absoluto voy a aludir a la edad de Xavier Trias ni a su salud para hablar del tremendo error –que podría calificar de otras muchas formas menos amables-- que ha cometido vinculando al PSOE con el golpe de Estado del 23F. No obstante, diré que soy de los que creen que desde el día que anunció que si no era alcalde de Barcelona abandonaría el pleno municipal ya estaba de más en la escena política.
En octubre de 2014, se publicó que Trias disponía de una cuenta no declarada en Suiza desde la que había hecho operaciones a entidades andorranas. Él siempre lo ha negado. Parece que fue una patraña orquestada desde las llamadas cloacas del Estado y de la que el expolicía José Manuel Villarejo había presumido en alguna ocasión atribuyéndose la autoría.
Desde el punto de vista del exalcalde, aquella mentira formaba parte de una operación contra el independentismo, una ideología de la que él siempre había estado muy alejado y a la que se aproximó en la campaña electoral que perdió la alcaldía, y no me refiero a la de 2023, sino a la de 2015 cuando fue derrotado por Ada Colau y sus comunes. A Trias no le quedó otra que declararse partidario del procés que entonces empujaba Artur Mas y subirse al carro muy a regañadientes porque sabía, como muchos barceloneses, que le perjudicaba. Pero como sabe que quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija –también lo sabe Laura Borràs con su condena por malversación--, ha tratado de vincular la afrenta a la guerra sucia contra el separatismo.
¿Cómo puede el mismo hombre que ha bramado durante nueve años contra el atropello que supuso denunciarle por evasión fiscal con pruebas falsas acusar ahora a un partido como el PSOE de participar en un golpe de Estado sin más fundamento que su presunta lucidez?
Particularmente, no me interesa saber si con esa barbaridad trataba de apoyar la estrategia negociadora de JxCat, con el que ahora se siente tan identificado, pero que hace apenas cuatro meses borró de su cartel electoral. Tampoco sí ha sido un resbalón. Solo veo otra contribución a una forma de hacer política degradante y aborrecible que debería conducirle a su casa sin más dilación.