Unas que cierran, otras que abren, las librerías no siguen más o menos igual. Se comprobó el pasado 11 de noviembre, Día de las Librerías, como hay el de las madres y el del churro, pasando por el del libro. De las más grandes a las más pequeñas. De las más antiguas a las acabadas de estrenar, la historia de una ciudad es, también, la historia de sus librerías. Según el Gremio de Libreros, descendiente de la Cofradía fundada el 1553 en Barcelona, la ciudad tiene más de 300 librerías. Declarada Ciudad de la Literatura por la Unesco, la más antigua de la capital de Cataluña es la Fabre, fundada en 1860. Y una de las más recientes la Finestres, especializada en arte y cómics. Libreros veteranos y novatos coinciden en que Barcelona necesita más librerías. Porque una ciudad con más bares (5.140) que librerías difícilmente llegará a las más altas cimas de la cultura.

Lectura trasvasada al mundo digital. Supermercados y grandes superficies que venden de todo y algunos bestsellers. Ventas por internet… Las librerías lo tienen cada vez más difícil y algunas se ven obligadas a reinventarse, palabra de moda, y a reconvertirse en talleres de escritura o en clubs de lectura, por ejemplo. Entrar hoy en una buena librería es ver a personas de edad avanzada sentadas en alguna silla casi oculta en algún rincón para leer calentito y no molestar. Pasan muchas horas leyendo y compran poco o nada. Aunque “gastar dinero en los libros es una inversión que rinde buen interés”, según Benjamin Franklin. Pero muchos de ellos no pueden pagarlos. Como Federico García Lorca, si estuvieran desvalidos y tuvieran hambre, “no pediría un pan; sino medio pan y un libro”. Seres entrañables que en las librerías pequeñas hablan largo, tendido y con fundamento con aquellos libreros de verdad. Tan cultos y tan distintos de la juventud mal pagada, más o menos amable, que pulula por el local consultando máquinas para hallar el libro solicitado por quienes serán sometidos a hacer cola ante la caja.

Refugios menos estrictos que las bibliotecas, lo bonito de las librerías es que huelen a libro, que la mirada se deleita ante las estanterías, que el tacto goza con las encuadernaciones y el buen papel, que se puede ojear hojas a placer y el oído no sufre ruidos. Remanso de sosiego, pasar por la librería es una manera de vivir y de tomar conciencia de lo poco que se sabe y de lo mucho que queda por aprender. Un lugar para la observación de personas, sus lecturas, sus gustos, sus regalos… Predominan los rostros tranquilos, silentes y algún gesto de complicidad ante el mismo libro o el mismo autor, aunque cada persona lea el mismo libro de distinta manera. Javier Mariscal inventó Bar-cel-ona. No le cabía librería. Donde las personas inclinan la cabeza ante un libro. Como en las iglesias se inclina la cabeza para rezar. Venerables lugares donde cuidar el alma. Cada día, si pudiese ser.