Puede que don Manuel Fraga fuese de natural autoritario y que frecuentemente pudiera ser confundido con un energúmeno, pero con él, por lo menos, las cosas estaban claras en un punto en concreto: la calle era suya (o eso dijo en uno de los muchos momentos en que se venía arriba). Hoy día, en Barcelona, se supone que las calles son del ciudadano y, sobre todo, del peatón, pero, en la práctica, son tomadas cada vez con más frecuencia por colectivos con ganas de hacerse notar (y no me refiero únicamente a los procesistas que clamaban aquello de Els carrers serán sempre nostres). Hace unos días tuvo lugar en Hospitalet una papanoelada motera.
Como su nombre indica, la cosa consistía en subirse a la moto disfrazado de Papá Noel y, en compañía de otros dobles del gordo del traje rojo, desfilar en manada para celebrar a su peculiar manera la navidad. Pretendían llegar hasta Barcelona, pero, aunque las informaciones al respecto son algo confusas y hasta contradictorias, parece que no lo lograron porque nuestro ayuntamiento se lo prohibió con la muy creíble excusa de que no estaba el horno para bollos (o sea, que bastante sindiós había ya con las celebraciones navideñas como para complicarlas aún más con la presencia de una pandilla de fans de Santa Claus entorpeciendo el tráfico y haciendo un ruido de mil demonios). Se supone que los papanoeles de Hospitalet se quedaron en su barrio (o en su pueblo, si lo prefieren), pero hay quien afirma que algunos audaces llegaron a las calles de Barcelona porque consideraban que su gansada era algo así como un derecho constitucional. En cualquier caso, se consiguió evitar aquellas paradas de felices propietarios de motos Harley Davidson que, hace unos años, se pavoneaban por las calles de mi ciudad ante la mirada incomprensiblemente admirativa de un elevado número de mis conciudadanos (cosa que nunca entendí: usted será el feliz propietario de una Harley, pero, ¿a mí qué me importa y por qué tengo que aguantar el ruido de su maldita motocicleta?).
En Barcelona, cada dos por tres, se produce un usufructo de la vía pública, a cargo de todo tipo de colectivos, que merecería un poco más de atención por parte de las autoridades. Una cosa son las manifestaciones reivindicativas de lo que sea y otra es que se pongan de acuerdo montones de forofos de cualquier cosa y tomen las calles para demostrar que existen y merecen ser no solo escuchados, sino admirados (los de la Harley se llevaban la palma en ese sentido, pero cuidado con los ciclistas o los hinchas del Barça o los grafiteros o cualquier otra pandilla de monomaníacos con todos los derechos y ninguna obligación).
Puede que los papanoeles motorizados sean el ejemplo más chusco de un mal uso de lo que es de todos, pero hay más, incluso en el terreno de las reivindicaciones laborales: el cirio que montan los taxistas, dirigidos por ese as de la diplomacia que es Tito Álvarez, cada vez que consideran que se les maltrata o que no se maltrata lo suficiente a Uber y Cabify, suele ser de aúpa e incluir la ocupación de la Gran Vía, entorpeciendo el tráfico hasta límites excesivos. Carreras populares, maratones, esfuerzos solidarios colectivos… Todo consiste en ocupar las calles de la ciudad y el que venga atrás, que arree.
Nada hay que objetar al derecho a la manifestación y a la protesta, pero tal vez convendría poner un poco de orden en la ocupación del espacio urbano. No hace falta llegar a los extremos del nuevo presidente de la Argentina, el Hombre de la Motosierra, que ya está prometiendo cárcel para los que se manifiesten en su contra por las medidas económicas que piensa tomar para sacar a su país de la ruina (y que huelen a fiasco a un kilómetro, por cierto), pero uno, como peatón profesional y paseante habitual de su ciudad, agradecería poder caminar (o tomar un taxi) sin encontrarse cada dos por tres calles cortadas por gente airada que no ha encontrado mejor manera de reivindicarse a costa de sus conciudadanos que hacerles la vida imposible.
La calle nunca fue de Fraga ni de los procesistas. La calle debería ser de todo el mundo en general y de nadie en particular. Cierto es que el que no llora, no mama, y que cada día es más difícil que te presten atención las autoridades, pero tal vez deberíamos empezar a discernir entre las manifestaciones con fundamento, que diría Arguiñano, y los caprichitos de diversos colectivos con ganas de hacerse notar a cualquier precio (que acabamos pagando los que, simplemente, tratábamos de llegar del punto A al punto B).
Para empezar a poner orden, propongo prohibir las batucadas. Que cada manifestación del sector social que sea incluya a un montón de gente en pantalón corto aporreando el tambor como si estuviésemos en Calanda lleva tiempo sacándome de quicio, y no descarto emprender una investigación para averiguar en qué momento lo de tocar el bombo se convirtió en un elemento obligado de cualquier iniciativa popular callejera. Intuyo que debió ser cuando Joan Clos invitaba cada dos por tres a su amigo Carlinhos Brown a visitar Barcelona, pero no estoy seguro. Les dejo, que debo ponerme a la labor.