Como decían Marx y Engels, la propiedad es un robo. Se les olvidó añadir que el alquiler (de una vivienda) también podía serlo, como puede comprobarse actualmente en nuestra querida ciudad, donde el precio medio de un apartamento de alquiler ha alcanzado la bonita cifra de 1171 euros mensuales (cuando el salario mínimo interprofesional se queda en 1080). Y eso, si te conformas con un barrio normalito. Si lo tuyo es el alto standing y te da por instalarte en Tres Torres, Pedralbes, Sant Gervasi o Sarrià, prepárate para el más implacable de los clatellots, pues el alquiler medio en esos rincones de la ciudad es, respectivamente, 2246 euros, 2174, 1830 y 1640. Barcelona es ya la ciudad más cara de España en general y la más codiciosa a la hora de sacarles los cuartos a sus sufridos habitantes para disponer de un techo y cuatro paredes en particular. En resumen: aquí no hay quien viva.
Hace años, durante una vida anterior, uno pasaba largas temporadas en Nueva York e iba asistiendo al progresivo encarecimiento de la vivienda. Estábamos a principios del siglo XXI, el expeditivo alcalde Rudy Giuliani (sí, el amiguete de Donald Trump) había limpiado Manhattan y ahora se estaba cobrando tan necesarias tareas de higienización. En los años 70 aquello era una jungla y un sindiós, pero podías alquilar un chamizo en el Bowery por cuatro perras (te podían apuñalar si salías a la calle, pero ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos). A partir de los 90, se produjo una limpieza general (chusma y roña), Times Square dejó de ser el basurero físico y moral que salía en películas como Midnight cowboy o Taxi driver, volvieron los turistas de la América profunda y la ciudad se convirtió en un lugar tranquilo y agradable. En teoría, lo de Giuliani fue una necesidad moral. En la práctica, ahí se estaba perdiendo dinero a espuertas a base de permitir que Manhattan se convirtiera en un sumidero y había que seguir el ejemplo de Miami, donde Emilio Estefan y sus amigos el alcalde y el jefe de la policía (todos cubanos) habían puesto orden, restaurado el barrio art deco con vistas al mar y convertido un sitio cutre y peligroso en esa mezcla de Saint Tropez y Lloret de Mar que es en la actualidad (Estefan aprovechó para quedarse algunos de los mejores hoteles de Ocean Drive).
Giuliani no quería chusma en sus calles. Lamentablemente, esa chusma incluía a gente decente que no podía permitirse los nuevos alquileres. Y así veía uno cómo sus amigos pasaban de Manhattan a Brooklyn, de Brooklyn a Harlem, de Harlem a Nueva Jersey y de Nueva Jersey a Pensilvania, mientras Nueva York se llenaba de ricachones y el caldo de cultivo que permitió en los años 70 el desarrollo de una escena artística, musical y creativa en general se resecaba. El subtexto era algo así como, ”Si quieres una ciudad limpia y segura, ráscate el bolsillo”. Treinta años después, Barcelona ha seguido el mismo camino que Nueva York, aunque sin darte a cambio lo que Nueva York aún te sigue dando (si te lo puedes pagar). Desde esa olimpiada que nos puso en el mapa, la gentrificación y otras milongas han ido convirtiendo nuestra ciudad en un (presunto) enclave de súper lujo dotado de una calidad de vida apabullante (que algunos no vemos por ninguna parte). Nuestra versión del sistema Giuliani ha consistido en subir precios y atraer ricachones, pero sin limpiar mucho ni preocuparse en exceso por la seguridad ciudadana. Y el trato a los pobres ha sido exactamente el mismo que el del amigote de Trump: si no os llega para vivir aquí, largaos a extrarradios cada vez más lejanos.
Los diversos ayuntamientos se han llenado la boca con promesas de viviendas sociales y con medidas para moderar la avaricia de los propietarios de habitáculos, pero a la hora de la verdad han sido incapaces de implementar normas como las que instauró Berlín hace años para poner coto al precio de los alquileres. Lógico desde la derecha nacionalista, no tanto desde la socialdemocracia y aún menos desde el maravilloso mundo (de Yupi) de los comunes. Sí, ya lo sé, el mercado es sagrado. Y la ley de la oferta y la demanda. Pero los precios a los que se ha llegado en el alquiler barcelonés son insultantes (además de prohibitivos) para la mayoría de sus habitantes.
Algo tiene que poderse hacer al respecto sin necesidad de fusilar a grandes y pequeños propietarios que en vez de ganarse la vida prefieren hacer el agosto todo el año. Especialmente, desde una administración (supuestamente) de izquierdas como las que hemos tenido estos últimos años (comunes y sociatas). Pero yo lo único que detecto es una especie de fatalismo oficial, de “esto es lo que hay” y de “si no ganas lo suficiente, jódete, pringao”. No sé con quién pactará Collboni para asegurarse la gobernación, pero algo me dice que entre los posibles pactos no figurará medida alguna para evitar que Barcelona sea un robo, y no precisamente en descampado, sino todo lo contrario.