Si un curioso se hubiera asomado ayer a la web de la Generalitat, habría creído que el último apunte de la agenda de su presidente el lunes pasado era el cierre de los actos conmemorativos del 50 aniversario de la muerte de Pau Casals o quizá la firma de la reubicación del Hospital Clínic. Pero no fue así, Pere Aragonès tuvo un papel destacado --y quizá no demasiado publicitado, quizá porque ERC rechaza el papel de business friendly-- en la cena de gala de inauguración del Integrated System Europe (ISE), el salón del audiovisual que abrió sus puertas el martes en las instalaciones de Fira de Barcelona en Gran Vía.

El president explicó a los asistentes la importancia del sector audiovisual en Cataluña, donde mueve más de 7.500 millones de euros anuales y emplea a 37.000 personas. Aragonès y su consejero de Empresa estuvieron acompañados por el alcalde de Barcelona en el acto oficial que se desarrolló en el Convent dels Angels.

No se espera menos de la máxima autoridad de una comunidad autónoma, ayudar a la economía y a la creación de empleo. Poner toda la carne al asador.

Lo que sorprende es su papel en Fitur, una de las tres mayores ferias de turismo del mundo –tras la ITB de Berlín y la WTM de Londres-- que celebró su 44ª edición en Madrid justo una semana pasada. Ni el president ni el conseller del ramo se dignaron visitar las instalaciones de Ifema, como sí hicieron la inmensa mayoría de los responsables de las autonomías españolas. Palau envió al secretario del departamento de Empresa y a la directora general de Turismo. El sector supone el 12% del PIB catalán, o sea unos 33.000 millones anuales, y en julio pasado empleaba a medio millón de personas, el 13,5% de la población empleada.

Los representantes de la Generalitat conocen el peso del negocio: presumieron de que el 20% de los extranjeros que pasaron sus vacaciones en España en 2023 lo hicieron en Cataluña, cuyos ingresos por visitantes internaciones crecieron un 27% sobre el año anterior.

También es cierto que la Generalitat alardea de sus progresos en la redefinición de la industria turística, pero cuando se refiere a la industria persiste en los números, en el volumen, como siempre se ha hecho en España. Nada sobre los verdaderos retos de futuro, como la saturación, la convivencia y la transformación de las grandes ciudades en lugares inhóspitos. Su discurso huele a naftalina y a falta de proyecto.

El desdén a Fitur tiene que ver con el hecho de que se celebra en Madrid y probablemente esconde una velada acusación a Ifema de haber robado una feria que por algún tipo de derecho no escrito pertenecía a Barcelona, que vio nacer el primer certamen casi especializado –el Salón del Viaje, el Deporte y el Turismo-- en 1960, pero que lo dejó escapar.

Olvidan que el despegue de la cita madrileña se produjo en los años en que la Generalitat guerreaba a muerte con el Ayuntamiento de Barcelona para evitar el protagonismo de Pasqual Maragall en la expansión de la actividad ferial; o sea, en la economía catalana.

Y olvidan también a los empresarios que acuden a esos encuentros –-se celebren donde se celebren-- para abrir nuevos mercados y ganar más dinero con la aspiración de trabajar en el marco de una política inspirada en la razón y el bien común.

Qué deben pensar estos empresarios cuando frente a problemas como la endémica falta de personal, el descontento vecinal, la inflación, el cambio climático, la sequía o la imprescindible y continua puesta al día de sus inversiones se ven desacompañados por quienes administran sus impuestos y elaboran los marcos normativos. Gentes que persisten y anteponen el amateurismo a la política de verdad.