El mundo digital y sobre todo Instagram han impuesto definitivamente la imagen en todo lo relacionado con la gastronomía. Porque, aunque suene extraño, la fotografía no siempre se ha llevado bien con la cocina. Las recetas –que ahora se detallan con esos vídeos tan prácticos--, los platos, incluso el vino, mucho más fotogénico, tienen una relación difícil con su propia imagen. Las grandes revistas del sector, los suplementos dominicales de papel couché, como las soberbias ediciones especializadas, incluyen costosas ilustraciones al alcance de unos pocos, pero me atrevería decir que con resultados discretos.
La pandemia abrió una nueva etapa de la mano de algunos chefs que vieron una oportunidad para seguir cocinando, como fue el caso de Nandu Jubany, que el 14 de marzo del 2020 se puso a guisar para la familia y pudo dar salida a la enorme cantidad de víveres que tenía almacenados. Además de su empatía, hizo aquel trabajo con una gran profesionalidad. Las tomas, la iluminación, los escasos personajes que desfilaban por la cocina, además de La Morena; todo envidiable: los alimentos, aun antes de pasar por los fogones, brillaban como joyas. Hacía que disfrutaras, que comieras con los ojos.
Su decorado era el propio de un gran restaurante, poco íntimo, desde la pica a los hornos, pero los rodajes eran muy próximos, Jubany se metía en tu casa. De cuando en cuando, se zampaba algo de lo que estaba utilizando, como el que no puede contenerse, pero nunca se le veía masticar ni con la boca abierta.
Rafa Antolín, conocido como Rafuel55 en la misma red social, se hizo muy popular en esos mismos tiempos. Sus instalaciones eran –son-- puramente domésticas y el móvil enfocaba a la olla o sartén con planos muy cortos, solo aderezados con ciertos guiños, como cuando arrojaba unos dientes de ajo o unas zanahorias sobre la mesa de trabajo con el gesto simpáticamente desdeñoso del aficionado sobrao.
Rafuel55 siempre acaba sus preparaciones con un tenedor cargado con algo de lo cocinado que acerca a cámara incitando al espectador. Nunca se lo lleva a la boca.
El éxito de una aplicación tan visual como Instagram la ha convertido en el canal preferido para todo tipo de mensajes relacionados con la gastronomía, sobre todo los publicitarios. Sus usuarios suelen olvidar, sin embargo, que las propias características de la aplicación obligan a una creatividad intensa, constante y brillante.
Creo que esa es la razón por la que una propaganda que pretende hacer apetitoso un bocado acaba muy a menudo generando la sensación opuesta. ¿A quién le gusta ver cómo un/a influencer enseña hasta las muelas para cruspirse una croqueta que previamente ha magreado, incluso partido, con sus manos? ¿Y esas instantáneas en las que es imposible distinguir la composición de un guiso que se muestra como una masa informe? A nadie. Más bien resulta un pelín desagradable.