Aunque en el debate económico se habla de la relación entre los distintos países, de las inversiones en cada uno de ellos, y la especialización en determinados campos, la verdadera competencia se centra hoy en las ciudades y en sus áreas de influencia. Hay una gran carrera por atraer talento internacional y capital inversor, aunque es cierto que los propios países ensalzan a sus capitales como verdaderos motores económicos. El caso de España es claro, porque la capital, Madrid, disfruta de inversiones del Estado, al margen de su capacidad para determinados proyectos singulares. Hay una liga entre esas grandes ciudades globales, como Madrid, París, Londres o Nueva York, y hay otra entre urbes con menor tamaño que buscan un lugar privilegiado, como es Barcelona, que ha logrado algo único desde la celebración de los Juegos Olímpicos en 1992. Está entre las ciudades más visitadas y apreciadas por distintos factores, desde el ocio o la gastronomía a la arquitectura (gracias en gran medida a Gaudí). Pero, aunque la ciudad cuenta con equipamientos culturales de primer orden, como el MNAC o el Museo Picasso, no puede competir con Madrid –ni la mayoría de ciudades del mundo—porque la capital española dispone de algo tan deslumbrante como El Prado.
En los últimos años ha habido un debate agrio y feo en Barcelona sobre iniciativas como el Hermitage. El proyecto de construir un museo, con obras cedidas por el Hermitage de San Petersburgo, se frustró, y llegó, incluso, a judicializarse, con posiciones cruzadas entre el Puerto de Barcelona –dueño de los espacios donde se iba a realizar el proyecto—el Ayuntamiento de Barcelona durante el mandato de Ada Colau y los promotores del museo. Uno de los argumentos que se esgrimieron para rechazarlo fue que la ciudad no tenía por qué integrar una especie de franquicia, algo que sí ha abrazado una ciudad como Málaga. ¿Puede una ciudad con una fuerte personalidad cultural abrir franquicias de otros museos? Está el caso de Bilbao, con el Museo Guggenheim, que resultó un éxito, porque implicó una transformación global de la ciudad. Pero la pregunta sigue siendo pertinente, y no sólo por Barcelona.
Carles Taché, el galerista de arte, una referencia cultural en Barcelona, ha señalado en una entrevista en Metrópoli, que la ciudad pudo haber albergado un museo con obras de Sean Scully, un pintor abstracto de renombre internacional que hubiera podido ser un enorme señuelo cultural. Scully ponía a disposición de la capital catalana más de 200 obras. En este caso el apego de Scully por Barcelona tenía todo el sentido. Había vivido en la ciudad durante decenios. Se sentía plenamente integrado, hasta que el proceso independentista le hizo perder la compostura, y se fue de la ciudad en 2021, agobiado por la “imposición” de hablar en catalán, según dijo.
El hecho es que ya llevaba unos años enojado. Bajo la alcaldía de Xavier Trias, entre 2011 y 2015, el proyecto de Scully pudo haberse realizado. Trias planteó ceder el pabellón Victòria Eugènia, en Montjuïc. Todo parecía maduro. Pero no se implementó. Trias dudó y pensó que podía ser una especie de “alcaldada”, y creyó que en un segundo mandato lo podría ultimar. Pero hubo un cambio en la alcaldía: llegó Ada Colau. Y, ya fuera por su poca predisposición, o por la falta de interés de los promotores de Scully, el caso es que no se hizo nada. El pintor acabó muy frustrado, y entre otros, quien pagó más aquel enojo fue el propio Carles Taché, como él mismo lo explicó a Metrópoli.
Se trata de una oportunidad perdida que explica que las ciudades deben estar muy atentas cuando pasan ciertos trenes. Scully era un verdadero tren para subir el nivel cultural de Barcelona, un artista de verdadero mérito, anclado en Barcelona, donde había realizado buena parte de su obra. No era un extraño ni una franquicia de nadie. Tenía todo el sentido.
El proyecto de Scully iba unido a la transformación de la montaña de Montjuïc como un gran referente de los museos de Barcelona, donde ya está el MNAC o la Fundació Miró o el CaixaForum. Se hablaba en aquel mandato de Trias de la ampliación del MNAC, para “bajar” la colección de fotografía, en la plaza Espanya. Se señalaba la necesidad de reurbanizar toda la montaña. Y ese proyecto todavía es posible, y, de hecho, forma parte del programa del alcalde Jaume Collboni.
Las ciudades compiten en una liga global, cada una con sus potencialidades y con sus limitaciones. Y Barcelona tiene en sus manos ese reto de Montjuïc, que sí podría convertirse en un gran centro cultural, en una referencia del arte. Tal vez lo de Scully sea ya imposible, pero Montjuïc puede y debe ser la gran montaña de los museos, como lo dibujara otro gigante enamorado de Barcelona, el crítico de arte Robert Hughes, en una cena con Javier Corberó, Ferran Mascarell y el propio Carles Taché.