El pasado fin de semana unas 2.500 personas se manifestaron en Barcelona a favor de la sanidad pública. Pedían mejorar la asistencia primaria y reducir las listas de espera, además de otros aspectos. El sistema sanitario público, que adquirió una salud notable tras la reforma de Ernest Lluch, ha decaído mucho en los últimos años, sobre todo en Barcelona ciudad y su entorno metropolitano.

El protagonista principal de este declive tiene nombre y apellido: Artur Mas, apoyado en un partido cuyos restos se agrupan en eso que se llama Junts y alguna otra cosa (cambia en cada elección), aunque juntos no están ni ellos mismos. Por el Ayuntamiento de Barcelona vaga todavía como concejal Xavier Trias, que no fue mal consejero de Sanidad, aunque su trayectoria posterior ha sido errática. De reclamar compensaciones por el déficit sanitario (la diferencia entre lo que gastaba la Generalitat y lo que recibía de los Presupuestos del Estado) pasó a tragar con la privatización encubierta, pero acelerada, de Mas y Boi Ruiz.

El resultado es que un barcelonés cualquiera puede tardar 15 días en ser recibido por su médico de cabecera o acudir a urgencias, contribuyendo a su colapso. Así las cosas, 2.500 manifestantes parecen pocos. Es una cifra que no sirve para inquietar a los poderes fácticos. Y eso que, un día u otro, todo el mundo enferma. Claro que, si tiene dinero, puede ir a una clínica privada, como ha hecho Sofía de Grecia, que no ha necesitado esperar en un pasillo de La Paz.

Tampoco fue mucha gente -aunque se llenó la sala dispuesta para el acto en la librería barcelonesa Byron-, a la presentación del libro colectivo La Pandemia: un ensayo de gobernanza a nivel federal, coordinado por el recientemente fallecido Javier Rey. Y eso que había un cartel de postín: Salvador Illa, cabeza de lista por Barcelona en las autonómicas, que era ministro de Sanidad durante la pandemia; Manuel Cruz, senador y primer presidente de Federalistas, y Antoni Sitges Serra, cirujano y escritor y colaborador del volumen.

Pese a estar en precampaña, ni Illa ni Cruz emplearon un tono mitinero, lo que es de agradecer, sobre todo teniendo el ejemplo de Pere Aragonés, que mitinea hasta en el Senado. Hay quien sostiene que su objetivo es que algún día alguien sepa que es presidente de la Generalitat.

Tomando pie en el libro del que se hablaba, Sitges Serra puso sobre la mesa problemas y propuestas que podrían ser asumidas por casi cualquier partido, además de por muchos manifestantes. Por ejemplo, la conveniencia de revisar el mapa sanitario español. La actual distribución de competencias es, en algunos casos, disfuncional y manifiestamente mejorable. Es absurdo que un barcelonés pueda moverse por toda la Europa comunitaria con la tarjeta sanitaria internacional, pero no disponga de una tarjeta común en toda España. Recordó Sitges que un tercio del personal sanitario tiene contrato temporal. Un problema que, junto a los recortes aplicados desde la época de Mas, arroja gran presión sobre los centros de asistencia primaria (CAP).

El libro dirigido por Rey sugiere algunas medidas correctoras. Una de ellas, que la financiación de la sanidad sea finalista y no se deje al albur de las autonomías su distribución, lo que facilita decisiones electoralistas. Es sabido que cuando los gobiernos catalanes actúan así, Barcelona y su área metropolitana (donde los votos valen mucho menos que en las circunscripciones rurales) son las grandes perjudicadas.

Otra sugerencia es un sistema de compras centralizadas, lo que reduciría los costes del erario público, aunque redujera también los beneficios de los laboratorios privados. Una compra así no es incompatible con una distribución descentralizada. Sobre todo si hubiera, que no parece, lealtad institucional.

Sitges se atrevió, incluso, a sugerir una medida provocadora: el copago por visita, como medio para disuadir a parte de la población de acudir al médico cuando solo tiene un problema de soledad. Claro que esto supondría pensar la sanidad como servicio dentro de un marco global de convivencia, coordinada con la asistencia social. Hoy, en cambio, algunos partidos prefieren potenciar la sanidad privada. Eso sí, en nombre de la libertad. Todo el mundo es libre de optar por una clínica privada y evitar las colas de los CAP de Nou Barris o Sant Martí. Basta con que tenga dinero para pagar esa asistencia.

Lo dicho: 2.500 manifestantes son muy pocos. Claro que no es lo mismo salir a la calle para pedir medicina decente que celebrar el triunfo de un equipo de fútbol. Eso sí que es taumatúrgico.