Parece que Barcelona se nos está llenando de expatriados de esos que trabajan online y pueden instalarse donde les apetece (un segmento de la población mundial francamente envidiable). Aunque suele ser gente discreta, ya se han hecho notar en los barrios en los que su presencia ha incrementado notablemente el precio de los alquileres de apartamentos. Como suelen tener buenos curros y cobrar sueldos británicos, alemanes o norteamericanos, los expats encuentran asequible lo que a los locales nos parece un robo y han incrementado de manera exponencial la tradicional codicia de los propietarios de pisos, muchos de los cuales han llegado últimamente a la conclusión de que poseer uno o varios apartamentos en Barcelona es como disfrutar de una mina de oro.

El Poblenou acusa especialmente la presencia de los expats, que lo consideran un barrio agradable junto al mar en el que se vive tan ricamente si te lo puedes pagar. Hace unos días comí con un viejo amigo cuya familia no se ha movido en siglos del Poblenou y se me quejaba de que sus hijos, ya mayorcitos, no encuentran un alojamiento asequible en el barrio de sus ancestros y van a tener que trasladarse a otra zona de la ciudad, algo que, hasta el momento, no se le había pasado por la cabeza a ningún miembro de la familia, que, si no hiperventilan al salir del Poblenou, poco les falta. El problema es grave, pero no es nuevo: en las Baleares, especialmente Ibiza, llevan así desde hace tiempo (como me dijo hace años un veterano periodista de Palma, “a los mallorquines, si nos hubieran dejado, habríamos hecho apartamentos en la catedral”). Las islas van siendo adquiridas por alemanes, ingleses y demás forasteros adinerados, y al Tomeu o la Margalida de turno, que los zurzan. Me temo que en nuestro Poblenou empieza a suceder algo parecido, pero no creo que cebarse con los expats sea la manera más razonable de enfocar el asunto. Eso sí, como chivo expiatorio son perfectos: los malvados extranjeros trufados de pasta que dejan sin alojamiento a nuestros pobres hijos.

Hace años que la vivienda es un sindiós en Barcelona, con caseros que incrementan a lo bestia el precio de los alquileres o se apuntan a Air B&B para sacarle el máximo partido a sus zulos. No sé qué tal saldrán las nuevas medidas de contención de precios que se ha puesto en marcha, pero ya ha corrido la voz de que los propietarios de apartamentos están que trinan con las amenazas a su mina de oro y que igual la reciclan en residencia para estancias breves, que siempre se puede sacar más pasta. Como pasó con la ley del “Solo sí es sí”, de la inefable Irene Montero, puede ser que el remedio acabe siendo peor que la enfermedad, que los caseros se cierren en banda, que se reduzca aún más el mercado del alquiler y que la gente sufra más que ahora, que ya es decir, para encontrar un sitio donde vivir que no le cueste la mitad (o más) del sueldo, que nunca crece al mismo ritmo que las exigencias de los grandes o pequeños tenedores.

Digo yo que estas cosas deberían preverlas las administraciones, pero si no son capaces ni de prever una sequía como la que se nos está viniendo encima, ¿qué esperamos que prevean en relación con el alojamiento de los ciudadanos? Así hemos llegado a este Campi qui pugui y a este El que venga atrás, que arree. Entre la inoperancia de la administración y la avaricia de los propietarios de pisos, hemos llegado a esta situación infame a la que, insisto, ya llegaron antes nuestros primos mallorquines. Ante esta coyuntura, solo cabe entonar un mea culpa colectivo. O buscar un (falso) culpable de cómo está el patio. Para eso están los expats, con sus trabajos envidiables y sus monises abundantes. Espero que a los pobres no me los corran a gorrazos por la rambla del Poblenou, como si ellos fuesen los únicos culpables de una situación que, ciertamente, clama al cielo.