Barcelona ha sido deglutida por el turismo. Muere de éxito y, en el camino, la ciudad ha perdido la amabilidad para sus ciudadanos y es un ejemplo claro de turistificación que ya no tiene vuelta atrás. Un parque temático para aquellos que pretenden, a la vez, el clima mediterráneo, el diseño, el buen comer y la modernidad. Fue con las alcaldías democráticas ochenteras dónde se construyó una imagen de marca “cool”. La gran excusa fueron los Juegos Olímpicos de 1992. Después vinieron las facilidades de las plataformas de internet, los vuelos baratos y Airbnb. Para el 92, se movilizaron ingentes capitales públicos y privados para rehacer la ciudad, repensarla, consiguiendo una implicación fervorosa de sus ciudadanos. A todo esto, se asocia la imagen de Pasqual Maragall como el hombre capaz de visualizar una Barcelona diferente, progresista y abierta al mundo. Maragall conocía el modelo Baltimore de regeneración urbana. Con declinación industrial esta ciudad del estado de Maryland rehabilitó su decaído frente marítimo y transformó el modelo productivo. Antes de la pandemia, Baltimore recibía unos 25 millones de visitantes anuales.
Los Juegos fueron un éxito inmenso y un gran aparador, su acto inaugural el mayor spot publicitario nunca imaginado. Pero el perfil cosmopolita de la ciudad había que reforzarlo con actividades de impacto global. Ahora se abría al mundo. El Sónar, el Primavera Sound o el Mobile sirvieron, y aún lo hacen, reforzar la imagen de ciudad global. El contrapunto, es que la ciudad se ha convertido en un aparador, un artefacto pensado para visitantes y no tanto para sus habitantes. Una ciudad que tenía unos cuatro millones de pernoctaciones al año pasó a tener, en 2019, 33 millones. Por el camino, la ciudad adoptó la dinámica de las ciudades globales del neoliberalismo, solo aptas para clases medias y acomodadas, además de visitantes y residentes temporales. Esto siempre desplazando los sectores populares hacia la periferia y detentando algunos núcleos de miseria que resulta imposible de expulsar. La creación de la ciudad clasista y excluyente.
Las cifras resultan demoledoras. Su negocio turístico se aproxima al 14% del PIB y hay al menos 12.000 empresas en la ciudad que dependen de él. Esto significa un empleo directo de más de 150.000 personas. A pesar de la moratoria hotelera, hay unas 80.000 plazas (100.000 si contamos las poblaciones limítrofes), unas 20.000 plazas en hostels y albergues y, muy especialmente, una ingente capacidad de oferta de pisos turísticos a la que las normativas restrictivas no han conseguido poner coto y que actúan de manera devastadora hacia el precio de los alquileres. Hay unas 60.000 viviendas de uso turístico legales, mientras la ciudad ha perdido la última década más de 100.000 habitantes. Desde el año 2000, la ciudad ha multiplicado por cuatro la oferta de alojamiento. Barcelona recibe más de 30 millones de visitantes anuales, de los cuales más de 20 millones son extranjeros. En las visitas, se combinan vacaciones y estancias motivadas por el trabajo en una proporción de 2 a 1. Dos aspectos estos que nunca están del todo delimitados. De estos 30 millones de visitantes, casi 25 llegan a través del aeropuerto y, cerca de 3 millones, por medio de los cruceros cada vez más numerosos. Hace 30 años, para comparar, llegaban 1,7 millones de turistas a Barcelona y los cruceristas escasamente rebasaban los 100.000.
Pero en realidad y para combatir el teórico “efecto balsámico” que se le atribuye en la economía, el visitante gasta una media diaria inferior a los 100 euros. La parte del león del coste del viaje va a compañías aéreas, grupos hoteleros y plataformas de intermediación. El turismo, como sector, es una apuesta de país pobre que lo que hace es dilapidar su capital natural o urbano para beneficio de terceros. Turistificación, significa desposesión y una destrucción de lo propio y genuino que ya jamás se va a recuperar. La creación de ocupación es otro de los tópicos al uso. Gran parte de los trabajadores del sector, tienen salarios que son la mitad de los trabajadores industriales (18.000 euros anuales frente a 40.000). El 80% de los contratos son temporales. Un mundo de precariedad con muchos efectos sociales colaterales. Escasea el “espacio” para los autóctonos y para los migrantes, los cuales son otro tipo de extranjeros, venidos, la mayoría, para servir a los otros extranjeros.
En el caso de Barcelona, el lobby turístico ha sido y es muy importante. La sintonía entre hoteleros y gestores municipales es grande. No se cuestiona el modelo turístico, acaso se interviene en atraer turismo de ferias y congresos internacionales y de más poder adquisitivo. Al menos de momento, el tema de los pisos turísticos y el prohibitivo precio de los alquileres queda pendiente de políticas activas. No se asume que el modelo Barcelona, especialmente desde el punto de vista de sus ciudadanos, está en absoluta crisis y resulta poco prorrogable y, aún menos, ampliable. La ciudad es prisionera de un modelo de desarrollo sobre el que no tienen casi ningún control y escaso futuro. A medio plazo, una oferta perdedora. En este punto, la turismomofobía no es para nada, una pulsión xenófoba, sino una forma de autodefensa ante el lobby turístico público-privado que despoja la ciudad a sus habitantes. Parques temáticos, construcción de “no-lugares” y privatizar y mercantilizar lo que es público.