Personalmente, hubiese preferido que la despedida de Ada Colau del consistorio del que estuvo al mando durante ocho años hubiese sido algo más educada y discreta. Me habría dado por satisfecho con una fórmula parecida a ésta: “Muchas gracias por aguantarme y disculpen las molestias”. Conociendo al personaje, era evidente que esperar esa clase de correcta despedida resultaba muy poco probable e, incluso, tirando a inconcebible, dada la elevadísima opinión que Ada (y también sus secuaces) tiene de sí misma.
Por eso se ha despedido del consistorio de manera abrupta y desabrida, acusando a ciertas elites avariciosas y reaccionarias de que sus magnos planes para la ciudad no hayan podido desarrollarse según lo previsto. Evidentemente, ni la menor muestra de autocrítica ni ningún reconocimiento de que se haya podido hacer algo mal: para acumular pruebas en contra de su gestión, ya nos bastamos y sobramos sus sufridos súbditos, que hemos ido encajando sus alcaldadas seudo progresistas una tras otra y sin mucho derecho de réplica, más allá de nuestra consagración definitiva como miembros de la reacción y de la derechona.
Una de las especialidades de la (mal) llamada Nueva Izquierda (o Izquierda Imbécil, como la hemos rebautizado algunos) ha sido practicar sin vergüenza alguna una mezcla de ignorancia y prepotencia, una especie de sobradismo arrogante basado en la fe en la propia visión del mundo. Esa manera de ir por la vida ha solido conducir a gobernar para la gente, pero sin tenerla demasiado en cuenta.
Ha sido la manera de actuar de Podemos, de Sumar y de los Comunes de la señora Colau. Esa gente sabe lo que quiere realmente el pueblo, y opta por imponérselo por su propio bien. De ahí salieron, por ejemplo, las super illes, ideas de bombero que solían contrariar al vecindario seleccionado para su instalación, al que, de repente, le desaparecía la parada del autobús o el reparto de mercancías por el barrio devenía imposible. Las quejas del pueblo, evidentemente, eran desatendidas, confiando, supongo, en que tarde o temprano ese pueblo se diera cuenta de lo mucho que había acabado mejorando su situación.
De ese saber mejor que el pueblo lo que le conviene al pueblo surgió también la peatonalización de la calle Consell de Cent, que convirtió esa arteria en una arcadia en la que los precios de venta y alquiler de apartamentos se dispararon porque todo el mundo quería vivir en lugar tan querencioso (mientras el tráfico iba a parar todo a la calle Valencia, convertida a todas horas en Sunset Boulevard).
Además de no solucionar en lo más mínimo el acuciante problema de la vivienda (en Barcelona no hay quien alquile un apartamento a un precio razonable, y eso no lo ha arreglado ni la derecha, ni la izquierda ni la nueva izquierda ni nadie), el caso Consell de Cent es la prueba más sangrante de los efectos indeseados de una supuesta normalización sostenible del centro de la ciudad.
De la misma manera que Irene Montero culpó a los jueces (esa pandilla de fachas, ya se sabe) de las funestas consecuencias de su ley del Solo sí es sí, Colau siempre ha responsabilizado a otros de sus ideas de bombero, de algunas de las cuales, por cierto, se siente especialmente orgullosa: la ruptura de relaciones con Israel, por ejemplo, como si una ciudad de provincias del sur de Europa estuviera cualificada para partir peras con todo un país (quiero creer que el ataque que han sufrido Ada y su fiel Asens en Palestina no tiene nada que ver con el feo que la ex alcaldesa le hizo al rencoroso Bibi, a quien machacar a los palestinos le da la vida, pues en cuanto deje de ser presidente de Israel, le esperan cuatro procesos por corrupción).
Otro gran orgullo de la señora Colau es el de haberse enemistado con la Guardia Urbana, a la que ha tratado no como alcaldesa, sino como activista antisistema; por no hablar de su entrañable comprensión del colectivo okupa, que ha llevado una vida bastante apacible gracias a ella y al ínclito Asens, defensor de energúmenos como el que dejó hemipléjico a un guardia y luego asesinó a un ciudadano en Zaragoza porque no le gustaban sus tirantes decorados con la bandera española (aún estamos esperando sus excusas, por cierto).
Y podemos esperar sentados. Gente como Asens y Colau no se disculpan de nada porque siempre tienen razón, dado que gozan de ciencia infusa. A Asens lo tenemos colocado en Madrid (junto al peronista trepilla de Gerardo Pisarello). Ada se tiene que buscar la vida mientras espera a volver a presentarse como alcaldesa de Barcelona en el 2027.
En teoría no puede, pero tampoco podía la última vez, por haber superado el límite de dos convocatorias que permite el partido, pero si se pasó la prohibición por el arco de triunfo una vez (aunque para nada, afortunadamente), puede volvérsela a pasar otra, ¿no? Con sacarse de la manga que el pueblo la necesita… (aunque éste no lo sepa).
El buenismo sociata que tanto le gusta a Salvador Illa (quien recibe en la Chene a íncubos como Aragonès, Torra y hasta Pujol) parece estarse contagiando a Jaume Collboni, quien ha anunciado su decisión de otorgarle a Colau la medalla de oro de la ciudad (o algo parecido). ¿Quiere homenajear a la mujer que lo echó a patadas del ayuntamiento tras acusarle de secundar el 155 (recordemos que Ada nunca fue ni independentista ni constitucionalista, sino todo lo contrario)? ¿No sería mejor una patada en el trasero en nombre de todos los barceloneses que hemos tenido que aguantar sus ocurrencias, su ignorancia, su sobradez y su despotismo no ilustrado durante demasiado tiempo? No haría falta ni ponernos violentos: bastaría con un diploma que rezara “Vale por una patada en el trasero”.