La función de las administraciones acostumbra a ser doble. Por un lado, debe hacer planteamientos de futuro sobre los grandes temas con base en reflexiones estratégicas y, por el otro, debe resolver problemas que se plantean en el día a día y evitar que se enconen y compliquen.

Es decir, afrontar aquello que es urgente sin que por ello decaiga la atención hacia lo que es realmente importante. En la teoría política que manejaba antaño la izquierda, era la diferencia, pero a la vez la necesaria conjunción entre la estrategia y la táctica.

Digo esto a raíz del complejo y profundo problema de la vivienda que se produce en Barcelona, un aspecto concreto del cual ha llevado a que saltaran chispas entre los socialistas y la izquierda posmoderna heredera de Ada Colau. Se trata de la solución dada al conflicto de la Casa Orsola donde la movilización de inquilinos y el Sindicat de Llogateres hicieron imposible el vaciado de sus viviendas y la especulación consiguiente de los nuevos propietarios dispuestos a modificar el inmueble para construir pisos turísticos que, como es conocido, resultan mucho más remuneradores, pero destructivos para que sea efectivo el derecho a la vivienda.

Un caso concreto que a la vez resultaba simbólico y sobre el que no era aconsejable que se pudiera acabar por producir un problema de orden público que terminara en una batalla campal.

La respuesta del Ayuntamiento de Barcelona ha resultado inteligente, desactivando el conflicto, tratando el caso justamente como algo particular y singular. Ciertamente que el grave problema de la vivienda en la ciudad no se va a resolver, ni tampoco acabar con los desahucios, comprando todo edificio con problemas de especulación. No creo que técnicos y políticos de la corporación barcelonesa sean tan simples.

Pero está bien desactivar conflictos, a la vez que se manda un poderoso mensaje al sector más voraz del negocio inmobiliario: el sector público es, ahora, un agente insustituible de reequilibrio de los peores efectos de un mercado que está demostrado, por sí mismo, no va a proporcionar vivienda asequible a los habitantes de Barcelona.

El intervencionismo resulta, ante un bien público que debe preservar un derecho constitucional, inevitable. Mercado y regulación pública no es necesario que se confronten, podrían ir de la mano en la medida que el ámbito privado entendiera que esta es una actividad en la que es legítimo un cierto margen de beneficio empresarial, pero que no es lugar para lucrarse de manera inmisericorde.

El mensaje está lanzado, pero afrontar del todo el problema requiere de medidas políticas y legales que garanticen construcción de viviendas de compra y alquiler a precios tasados, poner en juego más suelo público y privado para aumentar notablemente el actual parque de viviendas, lo cual contraería tanto precios de compra como de alquiler y, sobre todo, acabar con el impacto especulativo brutal de los apartamentos turísticos.

La vivienda convertida en recurso de especulación turística no debe tener cabida en la ciudad si se quiere que esta haga una función urbana en la que se pueda vivir y no de parque temático para viajeros low cost. Para los visitantes existe un recuso adecuado como es la oferta hotelera, esta es justamente su función.

Quizás ha resultado sorprendente la reacción de la izquierda de la izquierda en todo esto. Pareciera que acusan al ayuntamiento de haberles dejado sin el juguete de la movilización por la Casa Orsola, de haberlo resuelto sin negociarlo con ellos.

Entiendo que lo que aquí se disputa es el protagonismo con relación al caliente y estratégico políticamente tema de la vivienda que el mundo de los comunes o de Sumar reclama como una cuestión propia.

Su electorado de clases medias es muy sensible a ello. Tienen derecho a intentar influir sobre las soluciones y, probablemente, puedan aportar ideas a un negociado en el que las buenas intenciones y lo que parece ideal sobre el papel acabe por funcionar en la realidad.

Pero la llamada extrema izquierda -que en realidad no lo es tanto- debería asumir que el gobierno en Barcelona y Catalunya lo tiene el PSC y que, en realidad, ellos se negaron a incorporarse para evitar el desgaste.

Así pues, espero que, escuchando a todo el mundo, a quienes les toca decidir es a los socialistas. Para que las decisiones sean adecuadas, las críticas desde fuera pueden ayudar para mejorar, siempre y cuando no sean infantiles y no tengan el olor a cuerno quemado.