Como ocurre con los discos, los conciertos o los acontecimientos deportivos, el éxito del día de Sant Jordi se mide año tras año en términos de visitantes, afluencia, número de casetas, mesas para la firma de ejemplares… por la aglomeración, en definitiva.
Aunque parezca mentira, una fiesta de origen literario termina valorándose con referentes cuantitativos de un estilo comercial muy desfasado.
Ocurre como con el turismo, nuestra primera industria y el mayor contribuyente al crecimiento del PIB nacional, cuyo análisis no se hace por su calidad: nos rendimos ante el epígrafe de la brocha gorda.
En torno a un millón de personas participa en la gran diada del libro y la rosa, que sigue siendo laborable en Cataluña por las resistencias de las gentes del sector: saben que en caso de ser festivo ya no habría escapadas del trabajo ni mediodías de paseo, y que muchos ciudadanos saldrían de Barcelona.
Los organizadores conocen las molestias que provoca en los barceloneses este modelo faraónico de venta de libros y rosas, pero siguen permitiendo el corte de los tres kilómetros largos que separan el puerto del barrio de Gràcia, por el centro neurálgico de Barcelona, desviando los automóviles a otras zonas ya de por sí congestionadas. El eje ha sido bautizado como la superilla literaria: más peplum, imposible.
Cada año se incorporan novedades positivas, como ocurre ahora con los debates en la red de bibliotecas públicas y la generalización de emplazamientos complementarios para la venta callejera, uno por distrito. Pero no se da el paso definitivo que aconseja el sentido común: descentralizar la fiesta en zonas como Montjüic, el parque de la Ciutadella, la enorme plaza de Glòries --cuya enorme mitad marítima se inaugura este sábado--, lugares donde la gente pueda disfrutar sin molestar a los que trabajan ni a los que este asunto les interesa poco.
He leído que este año va a desarrollarse una especie de “autoprotección” en torno a la Rambla de Catalunya, donde se producirán las mayores concentraciones de público. Se trata de tener al alcance de la mano una dotación de sanitarios y otra de bomberos, una previsión tan sombría que a uno le hace preguntarse si no sería más razonable distribuir el campo de juego en más espacios, menos concurridos, y ahorrarse así la “autoprotección”.
Pero como sé que lo dicho hasta ahora es clamar en el desierto, acabo y me centro en lo que más despierta mi curiosidad en esta edición. Sant Jordi se celebra justo 10 días después de la muerte de Mario Vargas Llosa, un premio Nóbel vinculado a la historia de Barcelona, ciudad donde trabó grandes amistades durante su estancia, que luego visitó repetidamente y que tanto influyó en su formación y en sus libros.
Su fallecimiento ha inundado los medios de comunicación, que han dedicado páginas y páginas a rememorar su figura y su obra. La televisión pública catalana, ya lo sabrán ustedes, dio la noticia tachándolo de ultra porque –enemigo de siempre de los nacionalismos-- se atrevió a romper la omertá manifestándose contra el procés.
No he conseguido ver en ningún periódico local una sola mención al escritor peruano en sus recomendaciones para hoy; tampoco en las sugerencias de los libreros. Una ausencia extraña estando tan cerca la noticia de su desaparición y con el enorme eco que tuvo; extraña e inédita. En el Sant Jordi del 2024, uno de los títulos más vendidos fue En agosto nos vemos, de Gabriel García Márquez, fallecido 10 años antes.
Mi interés no se centra en ese intento de cancelación, que doy por descartado en un mapa comunicativo como el que nos rodea, sino en ver las listas de ventas de este año porque creo que volverán a hacerse públicas; en comprobar si los lectores han sido arrastrados por esta censura maga o han podido guiarse por su albedrío.