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Opinión

La ciudad de los bolardos

"De momento se expulsa a quienes no pueden quedarse a vivir en ella y necesitan instalarse en una nueva periferia que se expande por un área metropolitana ampliada hasta Blanes, por el norte, y El Vendrell, por el sur, y que alcanza incluso a Girona y Tarragona, donde residen eso que se denomina commuters"

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Esta semana se ha presentado en Barcelona el libro De l'Empordà al món, escrito por el economista Xavier Ferrer. Narra diversos viajes hechos con varios amigos cuando todos ellos eran algo más jóvenes: Marruecos, Argelia, Oriente medio, Sudán, India, Tailandia, Nepal, Birmania.

Eran otros tiempos porque, como explicaron algunos de los que intervinieron en la presentación, era casi otro mundo, de modo que hoy no se podrían repetir los viajes que el libro narra.

Han cambiado tanto las cosas que algunos de esos países ya no existen en las fronteras de entonces y otros han cambiado hasta de nombre, como Birmania, hoy Myanmar.

Viajaban porque “el mundo era demasiado grande para quedarse quietos” en una Barcelona en la que, además, incluso en el transporte público estaba prohibido asomarse al exterior. Salir, pues, era un acto de rebeldía que generaba (lo explicó el presentador, Anton Espadaler) aprendizaje y conocimiento. Y libertad.

Y a la vuelta se era diferente. Para siempre.

También Barcelona había cambiado y ha seguido cambiando.

Lo señalaba hace unos días Eduardo Mendoza: de la ciudad de su juventud ya queda poco. Y, nostalgia aparte, es probable que muchos de esos cambios hayan sido para bien.

Hoy los barrios de la periferia ya no son puros dormitorios. Hoy ya no todos los solares son pasto de la construcción. Hoy, aunque los barceloneses se quejen con razón de muchos problemas, hay más limpieza, más espacios públicos, mejor transporte público. Incluso hay playas, aunque los temporales arramblen con ellas de vez en cuando.

Pero otros elementos muestran que no todo ha ido a mejor. Uno de ellos es la siembra generalizada de bolardos que ha tenido que hacer el Ayuntamiento de Barcelona, consecuencia del incivismo de algunos de sus vecinos.

Apenas hay calle que se libre de esos postecillos metálicos horribles que, además, duran un suspiro.

Los instalados en la calzada para salvaguardar el paso de los autobuses por el carril reservado caen paulatinamente golpeados por el tráfico.

Los puestos en las aceras para impedir que sean utilizadas por los vehículos, terminan derribados por quienes no respetan la prohibición.

Contribuye denodadamente a su derribo que sean utilizados por miles de perros como punto de apoyo para realizar sus necesidades, de forma que se acelera la corrosión de la base.

Los unos y los otros son, además, fácilmente sorteados por las motos.

El problema arranca, como señalaba Espadaler al hablar de los mundos visitados por Xavier Ferrer y sus amigos, del incremento demográfico: un cáncer bendecido por la Iglesia católica que sigue condenando la planificación familiar.

La Tierra tiene hoy la misma extensión que cuando estaba ocupada por menos de la mitad de la población actual. El resultado es la depredación paulatina de todo y, con frecuencia, el conflicto por el espacio.

Lo dicen los etólogos tras analizar el comportamiento de las ratas y lo corroboran los humanos que pueblan las obras de Joseph Losey.

Barcelona también ha crecido en población. Tanto en residentes como en visitantes. ¿Caben todos? Y si no caben ¿a quién se expulsa?

De momento se expulsa a quienes no pueden quedarse a vivir en ella y necesitan instalarse en una nueva periferia que se expande por un área metropolitana ampliada hasta Blanes, por el norte, y El Vendrell, por el sur, y que alcanza incluso a Girona y Tarragona, donde residen eso que se denomina commuters.

Consiguen una vivienda algo mejor a cambio de pasar horas enteras en el tren. Van y vienen sin llegar a ser ni viajeros ni turistas.

Trabajan y consumen en una Barcelona que ya no es su ciudad y donde el barrio de san Ildefonso en Cornellà ya no puede convertirse, como en la novela Los mares del Sur, de Vázquez Montalbán, en un refugio más a mano que las tierras lejanas.

Pero si, como sostuvo Espadaler, no hay aventura sin riesgo, Barcelona se está convirtiendo en un lugar ideal. Una ciudad llena de caras desconocidas en la que vivir el pequeño peligro de los hurtos o el mayor de ser atropellado entre bolardo y bolardo.

Ya no hace falta viajar a la selva con machete. Basta con salir a la calle e ir sorteando los bolardos.