En 1917 Marcel Duchamp daba a conocer en Nueva York su famoso urinario. En ese año nacían Juan Rulfo, Gloria Fuertes o Violeta Parra. En España, Juan Ramón Jiménez publicaba su “Platero y yo”, Antonio Machado sus “Poesías completas”. Y en Barcelona, en ese mismo tiempo, paseaban tranquilamente Joan Miró, Pablo Picasso y Joaquín Torres-García.
El Ateneu Barcelonès ha ofrecido este martes una conferencia enmarcada en ciclo Centenari 1917, donde han debatido el papel de estos tres artistas, a cargo de Emmanuel Guigon, director del Museo Picasso, Rosa Maria Malet, directora de la Fundación Joan Miró, y Michela Rosso, profesora de Historia del Arte (UB).
En 1917, España se encontraba en un momento de neutralidad dentro de la Primera Guerra Mundial. Justo terminaba el manifiesto dadaísta y empezaba el noucentisme catalán, movimiento cultural que rechazaba sus precedentes y recuperaba las características del mundo clásico: precisión, orden, serenidad, medida, claridad. “Si el afán del movimiento dadá era destruir, el posterior pretendía recuperar, reparar”, cuenta Rosa Maria Malet.
En 1917, Pablo Picasso, a sus 36 años, regresaba a Barcelona por los Ballets Rusos de Diaghilev con su novia, la bailarina ucraniana Olga Khokhlova. Picasso en ese momento volvía hacia al realismo y explotaba su faceta como teórico. “Fue el año que cambió el mundo”, introduce Emmanuel Guigon, refiriéndose a 1917.
El joven Joan Miró se encontraba en aquel entonces en una fase de búsqueda profesional: tenía más en mente exponer que indagar. Se sentía atado a Barcelona, pero manifestaba sus ganas de ir a París. Buscaba su propio estilo y su mundo de signos, sin desligarse nunca de la realidad pero indagando en su propia forma de expresarla. Mostraba su admiración por Cézanne y se interesaba por las Galerías Dalmau, que fueron un referente para las vanguardias catalanas. Joan Miró sentía poco aprecio por el uruguayo Joaquín Torres-García al que consideraba demasiado clásico. “Debemos huir de sus predicaciones enfermizas”, decía en una carta Joan Miró sobre el artista que, de hecho, estaba atravesando una crisis interna.
UN NUEVO LENGUAJE
Joaquín Torres-García con 43 años vivía una situación de incomprensión. Justo había estado trabajando con el presidente Prat de la Riba en los frescos para el Palau de la Generalitat. Había recibido críticas por sus pinturas que muchos tildaban de rígidas, simples y superficiales. En su biografía, que escribe él mismo en tercera persona, recuerda que en 1917 exploró su faceta como teórico del arte. Empezó a colaborar con Salvat-Papasseit, impulsor de las vanguardias en Catalunya, y en sus pinturas enmarcaba momentos de la realidad, incluyendo fábricas, puertos y locomotoras.
Justo en ese año tuvo lugar la gran Huelga general de 1917, y el pintor, a través de sus obras, recalcó que las clases burguesas también eran importantes para la revolución. “Torres-García empezó a construir un nuevo lenguaje artístico representando el dinamismo moderno, pero al mismo tiempo congelando las escenas que pintaba”, cuenta Michela Rosso.
El pintor uruguayo, que más adelante expuso con Joan Miró, mostró su admiración por el trabajo que Pablo Picasso hacía con los Ballets Rusos. Justo en ese año Torres-García hizo uno de sus pocos collages, inspirado por Georges Braque y Pablo Picasso. Los tres artistas vivieron más adelante en otras ciudades, donde se consolidaron, pero está claro que 1917 fue un año importante para todos ellos. “Si en un momento de dificultades poniendo ingenio e imaginación pueden salir cosas buenas, quizá ahora en este momento deberíamos tenerlo en cuenta”, reflexiona ahora, un siglo más tarde, Rosa Maria Marlet.