Acaricia el espejo. Se mira en él y lo hace rodar. Lleva el pelo recogido y el pubis teñido de rojo pasión. Como viene siendo habitual en sus performances, no lleva ropa: va en bolas. El público se acerca despacito formando un corro alrededor de La Ribot, esta artista incombustible que arde –desde hace años– como una hoguera. Sin apenas moverse, solo respirando, logra transmitir. En las paredes que rodean el escenario del Mercat de les Flors hay objetos pegados. Un vestido, un jersey, un chubasquero, unas alas para salir volando, un micrófono para gritar bien alto. Todos ellos, de usar y tirar.
Esta performance, Panoramix (1993- 2003), constituye un viaje a través de sus “piezas distinguidas” –de tres horas de duración– y se convierte en el eje principal de la Constelación. Además de este espectáculo –que se podrá ver de nuevo los próximos 28 y 30 de abril– se incluyen otros proyectos como la instalación Laughing Hole (2006), durante seis horas, así como distintos vídeos. También se ha sumado a esta particular Constelación el MACBA con la esperada Pièce Distinguée Nº45, proyecciones y charlas con el público.
EL PRESTIGIO INTERNACIONAL DE LA RIBOT
Panoramix vio la luz por primera vez en 2003 en la exposición Live Culture del Tate Modern en Londres. Luego pasó por el Museo Reina Sofía de Madrid y el Centro Pompidou de París, entre otros espacios de culto. La Ribot (Madrid, 1962), deliberadamente radical, ha sabido dar una vuelta de tuerca a la danza contemporánea trasladándola a otros espacios y descontextualizando el arte. Ha creado un lenguaje propio –inspirando a otros artistas– y no se ha limitado a un solo género ni se ha conformado con un solo soporte. Su talento le ha valido un gran prestigio internacional y reconocimientos como el Premio Nacional de Danza en el 2000.
Va de un lado a otro. Los espectadores siguen su recorrido como perritos y se preguntan cuál será el próximo paso. Cada uno ve la pieza desde el ángulo que elige. Sentado en el suelo, de pie, en una silla, delante de la bailarina, al lado del altavoz. Se puede salir del escenario, volver a entrar. Libertad, pura libertad, en todo su esplendor. Al final, cada pieza es única y especial.
LOS OBJETOS NO VALEN NADA
En la era del “lo quiero todo y lo quiero ya” La Ribot se toma su tiempo. Para fumarse un cigarrillo, para beberse una botella de agua, para descifrar un manual de instrucciones. Sabe que perder el tiempo, en ocasiones, significa ganarlo. Y cada vez que termina con un objeto lo tira, como si nada importara, como si ya no sirviera, como si fuera aburrido. Las (ingeniosas) piezas repletas de humor ácido arrojan reflexiones intemporales sobre el ser humano, la concepción del mundo y los momentos, que son siempre efímeros.
Uno de los puntazos llega con el conocido número de la silla. La Ribot se cubre los pechos con un cartel de cartón. “Se vende”, dice. Luego se encajona una silla en la pelvis y empieza el espectáculo. Los movimientos secos y estridentes impactan en la mirada y en el oído del espectador. Ella no para, sigue impávida –pam, pam– hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera copulando con furia. Luego termina, sin más, y pasa a otra cosa. Los espectadores ríen un poco y se desplazan hacia otros lados del escenario sorteando las decenas de objetos desperdigados también por el suelo.
La guinda del pastel la pone con Pa amb tomàquet, una pieza brutal en la que La Ribot se unta el cuerpo con ceras de colores, como si se estuviera preparando un aperitivo catalán. Tras el éxtasis, abandona el espacio y los espectadores se quedan mirando la instalación que se proyecta en varias pantallas. Atónitos. Entonces reaparece vestida de blanco con la energía suficiente para encarar la catarsis final. Sangre, sale sangre a borbotones y mancha su cuerpo y los cartones. Una de las mujeres presentes observa sus gestos con aversión. Su cuerpo se vuelve rojo y el público estalla en aplausos. Parece una de las escenas de La gran Belleza de Paolo Sorrentino. Así es, a veces, el arte contemporáneo: intenso, perturbador, inexplicable.